El secreto de las palabras

Tabasqueña. Feminista (tendencia retro) Estudió Letras en la Universidad de Monterrey. Diplomado en Historia del Arte en Roma. Maestría en E ...
Más de María Teresa Priego01 de febrero de 2007
Un niño leyó su primera frase. En voz alta. Sobrevino un estallido de felicidad alrededor. También en él. Esas primeras palabras leídas son una afirmación de su autonomía. De su estar en el mundo. Un niño constató que descifra el código de su lengua escrita. Su secreto. Se vive poderoso. Lo es. Su familia lo acompaña en esa ceremonia de iniciación. Lo toman de la mano. Leen con él los diarios. Los libros. Los letreros. La expedición comienza. Nació un lector.
Santiago tenía seis años. Por meses sacó su cabecita por la ventana del carro para admirar un espectacular. Hipnotizado. Una mujer con tachador y ojos inmensos anunciaba tapetes. Nunca preguntó nada. Caía en catatonia. Ante la heroína del rostro velado. Hasta un día. En que ese mismo gesto. Se transformó en lectura: “Ta pe tes tu fan”. Carita radiante. Como si el acto de leer. Lo acercara como magia. Al objeto de su fascinación. Leer nombraba. Lo que le parecía tan bello. Fue difícil convencerlo de que “Tapetes Tufán” era una tienda, y no la muchacha.
Las palabras no siempre nombran lo que uno quisiera. Golpe iniciático. Pero son, efectivamente, con mucha frecuencia. Actos de magia. Hacia la comprensión. Hacia el placer. De las palabras mismas. Hacia esos espacios. Donde el lenguaje cumple su función poética. Los niños lo saben. Adoran las palabras. Las indagan. Adoran las historias. No les da igual confundirse. Exigen el vocablo exacto: “¿Qué significa la palabra...?” frase recurrente de infancia. O “¿Qué es ‘fallecer’?” “Significa que el rey se murió”. “¿Y si el rey se murió, por qué no está escrito: ‘se murió’?” Me atrevería a decir. Que en toda “naturalidad”. Cada niño que aprendió a leer. Y tiene acceso a los libros. Es inmediatamente un lector empedernido. ¿Cómo podría ser de otra forma?
¿Qué sucede entonces? ¿En qué momento el adulto acompañante suelta la mano del niño que ya lee? ¿En qué momento el niño deja caer —desilusionado— el libro que trae en la mano? ¿Y la escuela? ¿Qué llega tras la adquisición de la lectura? De tan obligatorio, de tan aburrido, o de tan estéril. Que la pasión de la descubierta naufraga. La encuesta nacional de lectura de Mitofsky confirmó esa frase repetida: “México no es un país de lectores”. Se leen 2.9 libros per cápita al año. El 56.4% de los entrevistados dijo leer libros. 30.4% reportó haberlos leído en algún momento de su vida. 12.7% responde no haber leído libros nunca. Ante la pregunta de ¿por qué lee cuando va a una biblioteca? 72.7% reportó “para investigar”. 55%, “para estudiar”. Sólo 11.5% reportó “por placer”.
Leer se convierte en una orden. Un imperativo. Una monserga. Niños y adolescentes escuchan: “tienes que leer”. “No sales”. “No juegas si no lees”. La amenaza. Sustituye a la promesa. Como si leer no fuera. Una manera caleidoscópica de jugar. De “salir”. Hacia otros mundos. Creativos. Lúdicos. “Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara”, decía Foucault Cita Ricardo Piglia en El último lector. Lo imaginario es el reino de los niños. Un indispensable de los seres humanos. Si no nos lo arrebatamos en el camino. Un niño no “tiene que leer”. Está probado: termina no haciéndolo. Pero un niño lee encantado. Esa es su vocación. Si sabe. Que las páginas son un laberinto de palabras a explorar. Cuidadosamente elegidas por el escritor. Para narrarle una historia. Para transmitirle. Emociones. Un niño ama la lectura. Si conserva su amor inicial. Por las palabras. Sus secretos. Y sus significados. “Lo imaginario se aloja, entre un libro y la lámpara”. Es verdad. Mediados. Un tiempo. Por un adulto que acompaña. En la travesía. De imaginario a imaginario.
Escritora


