aviso-oportuno.com.mx

Suscríbase por internet o llame al 5237-0800




Ricardo Raphael

Pacto de ciudadanos

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

Más de Ricardo Raphael



ARTÍCULOS ANTERIORES


    Ver más artículos

    19 de enero de 2007

    Cuando la desigualdad predomina en una comunidad política ha de sospecharse de la calidad de las leyes y las instituciones que le gobiernan. Porque en gran medida la distribución de su riqueza depende del orden legal, si las autoridades y los jueces tratan con desigual consideración a los ciudadanos, los bienes producidos por esa comunidad terminarán repartidos asimétricamente.

    Por esta razón no tendría que haber una distinción entre los términos "justicia" y "justicia social". Solo del ejercicio eficiente de una justicia sin adjetivos puede derivarse la justicia social. Esta fue la premisa que durante la mayor parte del siglo XX olvidaron los gobernantes mexicanos. En el discurso priísta predominó la retórica de la justicia social, pero muy poco lugar se le otorgó al compromiso con la justicia a secas.

    Más tarde, aquél régimen manipuló desigualmente el orden legal y por tanto dejó para después la constitución de instituciones y de leyes que consideraran similarmente a los ciudadanos. En México tardamos demasiado tiempo en darnos cuenta de lo equivocado de la ecuación priísta. La única igualación posible ocurre por el ejercicio justo de las leyes y no por la tramposa maniobra que de ellas se haga.

    De ahí que la construcción de ciudadanía se nos esté convirtiendo ahora en uno de los temas más discutidos públicamente. Comenzar hablando de ciudadanía para enfrentar el fenómeno de la desigualdad social cambia en sustancia los términos del debate. Implica, por lo pronto, despuntar la incidencia sobre las verdaderas razones de la inequidad.

    La ciudadanía se traduce en derechos y no en buenos deseos, en calidad de las instituciones civiles, políticas y sociales y no en las graciosas atenciones que un gobierno benevolente puede (o no) tener para con sus gobernados.

    Entrar a la discusión de la desigualdad por la vía de la ciudadanía obliga a dejar atrás la caridad para comenzar a hablar del contrato que cada individuo establece con su comunidad y también del que ésta firma con sus partes.

    La democrática institución de la ciudadana obliga a un trato entre adultos y no entre los padres y sus hijos, entre personas que aspiran a ejercer autónoma y solidariamente su libertad y no entre unos cuantos iluminados y una gran mayoría de desentendidos.

    La ciudadanía es sinónimo de la dignidad de las personas porque se constituye también de obligaciones. De actos libertarios, pero también de actos solidarios. De beneficios, pero también de responsabilidades.

    Es gracias a ella que se puede vivir en la herencia material, cultural y espiritual de una comunidad, siempre y cuando sus partes estén dispuestas a aportar lo suyo para el engrandecimiento de esa misma herencia.

    Precisamente por ello la ciudadanía es refractaria a la caridad. Las obligaciones y los derechos que le componen hacen que el acceso a una buena educación pública o a un servicio de salud digno no sean las derivaciones de una graciosa dádiva del gobernante en turno, sino de un bien justamente recibido y por tanto exigible.

    En una democracia de ciudadanos tales derechos sólo pueden ser vistos como el resultado de la responsabilidad que entre sí y para con los semejantes han pactado los ciudadanos de una misma comunidad política.

    Mucho camino ha de recorrerse todavía en México para que los derechos y las obligaciones de la ciudadanía salgan del debate para colocarse en el centro de la acción política, tanto de los gobernantes como de los amplios movimientos sociales.

    El retraso es grave: ni la ciudadanía civil, que le asegura plenas libertades a la persona, ni la ciudadanía política, que también depende de tener similares oportunidades para ser votado, ni la ciudadanía social que implica condiciones materiales mínimas para ejercer todo el paquete de derechos, están todavía al alcance de la gran mayoría de los mexicanos.

    Y sin embargo, en nuestro país no parece haber marcha atrás. Ya no podemos regresar por el laberinto de los infumables discursos genéricos. La refundación del nuevopacto social del México del siglo XXI sólo será posible si en el futuro cada ciudadano está dispuesto a hacerse cargo de la responsabilidad que le corresponde y también quiere exigir lo que por derecho, y no por caridad, le ha sido procurado.

    Ésta habría de ser la gran diferencia con nuestra historia del siglo pasado en que no todos, sino unos cuantos, signaron un pacto supuestamente revolucionario: justicia sin adjetivos para la igualdad de los ciudadanos.

    Analista político



    ARTÍCULO ANTERIOR
    Editorial EL UNIVERSAL Un Hoy No Circula más justo


    PUBLICIDAD.