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Jean Meyer

El nacimiento de Cristo

Es un historiador mexicano de origen francés. Obtuvo la licenciatura y el grado de doctor en la Universidad de la Sorbonne.

Es profesor ...

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    24 de diciembre de 2006

    L a noticia de que Dios ha muerto no es ninguna novedad desde que Federico Nietzsche, "el pequeño pastor", nos la dio hace más de un siglo. Cincuenta años después, Thomas Mann, que no tardaría en recibir el Nobel de Literatura, apuntaba en su diario: "El fenómeno esencial de la época es el lento desapego respecto de las iglesias, que en el fondo están muertas, y la aparición progresiva de una religiosidad libre". Para él, Dios había dejado de morir, pero ratificaba, con anticipación, lo que hoy escriben muchos sociólogos y ensayistas; a saber, que las iglesias, especialmente la católica (y la ortodoxa), son arcaicos fósiles y que el cristianismo institucional se encuentra moribundo. ¿Será?

    Nos dicen que el Dios de los cristianos -para el de los demás hay mucha indulgencia, al menos mucha "corrección política"- ha perdido toda competencia, tanto para la naturaleza como para la sociedad, la historia y los individuos. Ellas y nosotros se entienden y se explican por sí mismos, como bien le dijo el científico Laplace a Napoleón: "En mi sistema la hipótesis de Dios se ha hecho superflua". Y nos dicen también, algunos a regañadientes, que la religiosidad, el apetito para la religión, no sólo se mantiene, sino que crece. La aspiración a la fraternidad universal y a la vida eterna sigue siendo fuerte. El problema para esos críticos es que el cristianismo tiene mucho que decir y dar para tal demanda; hasta las críticas que se dirigen al cristianismo, a sus iglesias y sacerdotes invocan sus principios sobre el amor a los demás, sobre la dignidad de la persona, sobre los valores que fundamentan nuestra civilización.

    Claudio Magris, el gran escritor italiano, a quien un periodista español hablaba de la lata que nos causan las religiones y Dios, contestó (El País, 30/X/06): "Con los fundamentalismos, el del islam u otros, Dios no tiene nada que ver. El fundamentalismo no es culpa de Dios. El problema no es tanto si la fe en Dios existe o no, sino si la idea de Dios es una idea fuerte, que da sentido o es una idea absurda. Yo siento con fuerza la idea de Dios. Luego, pienso que como no se puede demostrar, uno debe vivir con eso.".

    Nietzsche hubiera dicho a Magris (lo escribió) que Dios es una hipótesis excesivamente fuerte, y que si él ataca a la moral cristiana es para superar una debilidad personal, la tendencia a la compasión. Pero apuntó también que el cristianismo fue un intento genial que ofrecía tres ventajas a los "desafortunados": "Un valor absoluto, en contraposición a su pequeñez y casualidad en el torrente del devenir y del perecer", "un sentido" que vuelve soportables al sufrimiento y al mal; impedir que los hombres (y las mujeres) "se despreciaran como hombres, tomando partido contra la vida".

    Bueno, me dirán, y ¿qué tiene que ver todo eso con la Navidad, con el Crismas (escrito fonéticamente, no es un error de ortografía), con nuestro Merry Christmas de binacionales? Mucho, todo.

    La fiesta navideña dista mucho de explicitar toda la fe de los cristianos; la Semana Santa no es menos importante, pero Navidad ha tenido siempre una gran importancia porque es el principio de la aventura que lleva a la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, al núcleo duro de la fe cristiana. Los estudios históricos y críticos sobre "el verdadero Jesús" han contribuido a purificar el relato de Navidad, pero la necesidad de misterio, maravilla, magia, sigue. Eso explica la permanencia, el arraigo popular de una fiesta religiosa que no se debe sólo a motivaciones comerciales, culturales, familiares. Es también la fiesta de la familia, y un enorme negocio anunciado desde que terminamos de comer, en noviembre, el último pan de muertos: siempre hubo, habrá siempre "mercaderes en el Templo" y es mejor tolerarlos con indulgencia. Esa fiesta, mejor dicho su fecha, hereda de las fiestas paganas del solsticio de invierno, del sol invicto que empezaba a renacer. Sin embargo, no deja de ser, en alguna parte profunda del inconsciente colectivo, la fiesta de la infancia, de la pobreza, del nacimiento misterioso del Niño, en un pesebre o en una gruta, en el frío y la intemperie; la fiesta de la maternidad, del parto de una joven mujer que no encuentra un techo para abrigarse, que da a luz entre los animales que son los primeros en saludar al infante divino.

    Nuestra sociedad que desconfía de las iglesias, nuestros intelectuales que denuncian cualquier forma de ostentación religiosa, cuando es cristiana, no pueden satisfacer las necesidades espirituales de la gente. La humanidad de Jesús, manifiesta en ese pobre nacimiento, que celebró con ingenio inventivo el pobre por excelencia, el poverello Francisco de Asís con sus "nacimientos", esa humanidad de un Dios que se encarna para defender a los más débiles y pobres, se ha vuelto más popular en los últimos años, según nos dicen los sociólogos de la religión y los antropólogos. Ya no es tanto el Señor del gran Poder, el Todopoderoso Pantocrator, el Cristo en majestad del Juicio Final, sino el Niño Jesús, el carpintero de Nazaret, el que llora la muerte de su amigo Lázaro.

    Que algunas fuerzas políticas hayan recuperado ideológicamente en el pasado, en el presente y logren recuperar en el futuro la figura de Jesucristo es otra historia, eso no disminuye la fascinación que la Navidad ejerce en el mundo entero, más allá del cristianismo. Además, la figura de María es inseparable de la del Niño Jesús y ¿quién puede soñar con figura más humana que la de esa jovencita que engendró a Jesús y cantó la Magnificat?

    Mi alma engrandece al Señor

    y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador,

    porque ha mirado la humildad de su sierva

    (.) Desplegó el poder de su brazo

    y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón.

    Derribó a los potentados de sus tronos

    y ensalzó a los pequeños.

    A los hambrientos los llenó de bienes,

    y a los ricos los despidió vacíos .

    (San Lucas 1, 46-53)

    jean.meyer@cide.edu

    Profesor investigador del CIDE



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