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Carlos Monsiváis

Los feudos de la razón cínica

Carlos Monsiváis es ante todo un hombre observador. Escritor que toma el fenómeno social, cultural, popular o literario, y que, con rápido b ...

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    24 de diciembre de 2006

    M ucho le debe a la corrupción el sistema político, hoy renovado por la continuidad con énfasis parroquial. La corrupción ordena, concilia, persuade, deslumbra, intimida. Y crea nociones falsas y estúpidas sobre los mexicanos, lo que en la década de 1970 alcanza un clímax con la parodia del lema de campaña de José López Portillo: "La solución somos todos", que se convierte, con éxito, en "La corrupción somos todos".

    Nada tan fácil de etiquetar: a los mexicanos, marcados por el pecado original de la deshonestidad, sólo nos queda la absolución colectiva: todos le perdonamos a todos los abusos de todos, con el sacrificio ritual y esporádico de unos cuantos ("ni modo mano, te tocó").

    Y al envilecimiento de la sicología socialmente profesada contribuye ampliamente un factor: por temor o imposibilidad política y judicial de hacerlo, no se documentan las denuncias. El control gubernamental es casi perfecto y a la opinión pública se le conceden el rumor y la murmuración, y el resentimiento vuelto pasividad y sarcasmo: "¡Ah, qué bárbaro ese político! En un año se llevó lo suficiente para 12 generaciones. Eso sí que es facilitarle las cosas al porvenir sectorial".

    La sacralización entusiasta de los corruptos en grande (políticos, empresarios) es parte fundamental de la renuncia a la democracia, así esto por años no se advierta.

    La divergencia entre la normalidad y la realidad social (situación en donde, según Hegel, se localiza el origen de la reflexión filosófica), organiza las tradiciones del "entendimiento de la realidad", que generan su legislación interna, santificada casi de inmediato por la razón cínica. Este podría ser su decálogo:

    1. Entre la sociedad y el Estado ponte siempre de parte del Estado (a menos que a la sociedad la integren únicamente los empresarios).

    2. Así te acusen de mentiroso patológico, no negarás los valores morales de la tradición en su versión extrema, a menos que se te pida que los ejemplifiques con tu propia conducta.

    3. No matarás, a menos de que estés seguro de ser un beneficiario de la impunidad.

    4. No levantarás contra tu prójimo falso testimonio, a menos que te convenga política o económicamente esparcir rumores.

    5. No hurtarás, a menos que sea para fundar o consolidar dinastías.

    6. No aprovecharás nunca tus posiciones burocráticas o tu relación con el poder para causas vinculadas a tu beneficio personal o familiar, a menos que por motivos entendibles te interese el beneficio personal o familiar.

    7. No confundirás ni por un instante lo equitativo con lo igualitario. Lo equitativo entre nosotros es el resultado de negociaciones jerárquicas; lo igualitario se engendra en las tonterías utópicas y en la ignorancia profunda de la naturaleza humana, tan incapaz de igualdad.

    8. No atentarás contra los bienes comunitarios, a menos que estén a tu alcance.

    9. No tolerarás en público las variantes de la inmoralidad, esa característica de los demás.

    10. No oprimirás a persona alguna, a menos que esté debajo de ti en la escala jerárquica.

    Se ostente como se ostente, la razón cínica rige casi sin oponentes por un largo periodo y sólo le pone sitio la emergencia de grandes sectores interesados en cambios en lo moral, lo cultural y lo político. Se lucha contra la impunidad y la desigualdad y a favor de la tolerancia, pero se avanza poco por el peso de diversos factores, entre ellos:

    -Lo muy difícil o imposible de enjuiciar a un poderoso porque, se cree con firmeza, la impunidad no es un milagro personal sino de clase.

    -La vigencia del racismo que considera a los pobres no tanto una clase social como una raza inferior.

    -La certeza de que la movilidad social, cada vez más un sorteo restringido, es en sí misma abominable por ser el resultado de un juego de azar.

    -El desprecio de la clase gobernante por el trabajo manual, considerado intrínsecamente degradante.

    La corrupción son los otros

    En el capitalismo salvaje o en su estructura globalizada, el neoliberalismo, no tiene mucho sentido plantearse dilemas morales. No es culpa suya si en México 20 millones de personas viven en la pobreza extrema, y 40 millones más en la pobreza (datos oficiales).

    La desigualdad, se dice, le conviene al género humano, y ni la caridad ni los repartos sexenales sirven de algo porque en los pobres no existe la voluntad de acumulación. Quejarse de los ricos es tiempo perdido. El socialismo fracasó y la justicia social es una demanda que pertenece a la historia de la iniquidad.

    Cada año, las revelaciones de Forbes le dan forma significativa a las convicciones de la mayoría. Al revés de las cifras de pobres a las que afantasma su mismo volumen demográfico ("Son tantos que no se puede hacer nada por ninguno/ Son tantos que la carencia de recursos es el castigo a su incontinencia"), el número exiguo de superricos sí repercute en la opinión pública y en los sectores aledaños, y aplasta, irrita, exaspera, arroja a las profundidades del resentimiento que en sí mismo se anula.

    Por sí sola la indignación moral suele ser efímera, pero en el caso de la lista de superricos, y en variadas formas, permanece porque las fortunas siguen allí, acrecentándose.

    Las resonancias del listado de Forbes son a largo plazo. En las condiciones económicas de América Latina, tanta riqueza es la injuria intransferible que, por lo pronto, la mayoría, en su devaluación del ánimo, elige como criterio comparativo.

    ¿Cuáles son las posibilidades de quienes se ofenden con lo de Forbes, y cuáles las de sus hijos ante las 24 familias y las cien o mil familias siguientes en la escala de la concentración de la riqueza? Su destino es el equivalente de su salario, y tal determinismo estremece.

    Si la lucha de clases es categoría que se esfumó visiblemente a la caída del socialismo real, las vivencias personales y sociales ya no conducen al lamento habitual que los desposeídos dirigen a los poseedores.

    Cunden las sensaciones del despojo radical, del saberse fuera para siempre de lo que la sociedad y la publicidad califican de "oportunidades verdaderas". Sin movilidad social a la vista, el auge de unos cuantos regresa la política y la economía al terreno de la moral.

    Por lo pronto, los grandes poseedores pagan parcialmente sus ventajas inmensas. Viven en fortalezas casi medievales, entre ejércitos de guardaespaldas, en carros blindados de costo superior al medio millón de dólares y que, en vista de la morosidad de la compañía Mercedes Benz, los magnates los compran usados en Colombia.

    El panal de rica miel tiene sus costos. Pero esto no es alivio alguno para quienes viven el resentimiento que, entre otras cosas, desmoviliza tan honda y sistemáticamente.

    Escritor



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