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Ricardo Raphael

La injusticia de la injusticia

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    22 de diciembre de 2006

    Hoy, hace nueve años, en los Altos de Chiapas murieron asesinadas 45 personas. Todos eran indígenas y la gran mayoría mujeres y niños. Por aquella época se afirmó que alrededor de 300 creyentes estaban rezando en una ermita del poblado de Acteal cuando 100 individuos, profusamente armados, les dispararon a mansalva.

    Inmediatamente las alarmas sonaron en el gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León. Este hecho demostraba que la política de ignorar el conflicto en ese estado del sureste desataba, como ya muchos involucrados en el problema habían advertido, furibundos actos de violencia entre las comunidades; muy concretamente podía exacerbar el encono entre zapatistas y no zapatistas.

    El entonces jefe del Ejecutivo no tardó en tomar entre sus manos el expediente. No hubo pereza política para reaccionar. En cuestión de horas se confirmó la renuncia del gobernador Ruiz Ferro y también se dio a conocer el nombramiento del nuevo secretario de Gobernación, Francisco Labastida Ochoa.

    La idea era bajar la intensidad mediática de este trágico episodio en el menor tiempo posible. Fue precisamente bajo esta lógica política que la Procuraduría General de la República atrajo el caso acusando, durante los primeros días de enero de 1998, a 124 personas por haber participado dolosamente en la masacre.

    Había de transmitirse una pronta sensación de eficacia gubernamental. Esa debió ser la instrucción que recibieron el Ministerio Público, las diversas policías y, muy probablemente, las autoridades jurisdiccionales involucradas en el asunto. Hoy, gracias a las muy enérgicas diligencias de la justicia, 24 indígenas han sido condenados a 36 años de prisión por haber participado directamente en la masacre y poco más de 50 esperan aún una sentencia similar.

    En el presente, el caso Acteal pareciera estar convenientemente resuelto. Y sin embargo, gracias a la revisión exhaustiva sobre los expedientes de los acusados que dos muy notables juristas del CIDE, Alejandro Posadas y Hugo E. Flores, han realizado, surgen suficientes y razonables dudas sobre la justicia con que se procedió para solucionarlo.

    Estos investigadores dieron con la declaración de cinco individuos que aceptan haber participado como atacantes en este terrible episodio. Ellos confiesan, teniendo mucho que perder, que fueron nueve y no cien quienes, desde su bando, dispararon aquella mañana del 22 de diciembre. Insisten, además, que no era su intención atacar a las mujeres y los niños que estaban, según la versión oficial, rezando en la ermita. (Prueba de que podrían tener razón es que no había un solo tiro en el lugar de referencia).

    En la expresión de los confesos, no fue una masacre lo que ocurrió en Acteal sino una batalla entre dos bandos: los zapatistas que pasaban por Acteal y los no zapatistas que venían persiguiéndoles para cobrarse otras muertes que, de su lado, ocurrieran poco tiempo antes. Así, desafortunadamente las 45 víctimas habrían encontrado la muerte cuando quedaron en medio de un fuego cruzado entre dos grupos rivales.

    Si esta versión de los hechos es cierta, tal cosa querría decir que, una vez sucedidos los hechos de sangre, alguien recogió los desperdigados cuerpos de las víctimas para fabricar una escena diferente del crimen. Lo cierto es que, tal y como estos investigadores han hecho notar, "una mirada crítica al proceso muestra que la evidencia acusatoria es muy pobre" (Nexos, junio 2006): con tal de despachar rápida y eficazmente el asunto se fabricaron acusaciones, se violó y desestimó evidencia, se indujeron y falsificaron testimonios, se forzaron artificiosamente las declaraciones y, finalmente, se sentenció a varias decenas de inocentes.

    De acuerdo con las pesquisas de ambos juristas es posible inferir que la masacre no ocurrió en la ermita sino en varios lugares del poblado. Tampoco, como se asegurara, la perpetraron 300 sujetos, sino previsiblemente nueve (del lado de los no zapatistas) y otros tantos simpatizantes del EZLN que aún están libres.

    Además, a los acusados no se les respetaron ninguna de las garantías relativas al debido proceso: no contaron con un abogado durante sus primeras declaraciones, ni tuvieron acceso a un traductor, ni fueron escuchados en sus declaraciones, ni los testimonios que aportaron para su defensa fueron tomados en consideración.

    En resumen, con tal de encubrir la muerte de 45 indígenas, en 1997 el aparato mexicano encargado de hacer que se cumpla la ley tomó la decisión de arruinar la vida de 80 indígenas más. Una injusticia ominosamente encubierta por otra injusticia.

    Profesor del ITESM



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