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Timothy Garton Ash

Las universidades de Europa

Historiador y periodista británico, experto en la Europa contemporánea, de la época posterior a 1945. Además, es especialista en la transic ...





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    20 de diciembre de 2006

    Sentado con mis colegas en Oxford para debatir el futuro gobierno de la universidad más antigua de Inglaterra, pensé en aquella frase de G. K. Chesterton: la tradición es la democracia de los muertos. Un profesor observó que Oxford es una "cooperativa de trabajadores" desde hace 800 años, cifra que siguió apareciendo en el debate del parlamento soberano de la universidad. Los opositores a las propuestas de incluir personas externas en las estructuras de gobierno lo hicieron en nombre del autogobierno democrático y la libertad académica; los defensores citaron las normas actuales sobre control externo y transparencia de las instituciones que reciben dinero público y donaciones. En esta ocasión ganaron los opositores, pero la decisión puede someterse ahora al voto por correo de los más de 3 mil 700 miembros del parlamento universitario.

    Los aspectos organizativos a discusión son complicados, pero el tema general del debate está claro: saber si Europa contará en 20 años con universidades que sean centros de investigación de categoría mundial. Por ahora, Oxford y Cambridge son las únicas que figuran entre las 10 mejores del mundo en todas las clasificaciones, normalmente dominadas por las de EU. Pero incluso Oxford y Cambridge penden de un hilo. Si todo sigue como hasta ahora, también quedarán rezagadas. La antigüedad y la rica tradición intelectual sólo pueden servir hasta cierto punto de contrapeso al mayor gasto, mejor organización y más innovación.

    Mi vida académica se desarrolla entre Oxford y Stanford, y veo el contraste cada que cruzo el Atlántico. Cuando estuve en Stanford este año, se estaban terminando una nueva campaña para recaudar 4 mil 300 millones de dólares de aquí a finales de 2011, de los que tiene ya prometidos casi 2 mil 200 millones. Stanford cuenta ya con una dotación que casi duplica la de Oxford. Las tasas de matrícula equivalen, por término medio, a unas cinco veces las de Oxford, que calcula que pierde unas 5 mil libras por estudiante a causa del límite que fija el gobierno a lo que puede cobrar.

    Oxford sigue teniendo muchas ventajas, como una tradición intelectual y un estilo de pensamiento y debate preciso, empírico, escéptico, irónico. Sin embargo, hoy en día, los profesores tienen que dedicar gran parte de su tiempo a procedimientos burocráticos y a preocuparse por el dinero. En Stanford pasan mucho menos tiempo hablando de dinero que en Oxford, porque tienen más. Las grandes universidades de EU -públicas y privadas- tienen mucha más seguridad en sí mismas. No suelen dudar que cumplen un papel vital en el desarrollo de sus sociedades, tan importante como el de empresas, tribunales, medios de comunicación o profesionales de la sanidad.

    El problema es más amplio. Gran Bretaña, como Francia y Alemania, dedica sólo 1.1% de su PIB a la educación de tercer ciclo. EU dedica 2.6%; 1.4% de origen privado y 1.2% de origen público. Es decir, el gasto público de EU en educación es mayor que nuestro gasto combinado. Europa habla sin cesar de una "economía basada en el conocimiento", pero EU lo lleva a la práctica. Y detrás le siguen las economías asiáticas.

    ¿Qué se puede hacer? Una opción sería que los contribuyentes europeos pagaran mucho más por sus principales universidades nacionales, pero hay pocas probabilidades de ello. Otra alternativa sería que Europa pusiera en común sus recursos, pero no puedo imaginarme a ninguno de los grandes aceptando, por ejemplo, que el único departamento importante de historia esté en Francia y , a cambio, el único de geografía de categoría mundial esté en Alemania.

    La tercera opción es hacia la que se encamina Oxford con su habitual paso de cangrejo: un modelo que combine financiamiento público y privado, sin copiar servilmente a las grandes universidades estadounidenses, que también tienen sus defectos, pero sí adoptando algunas de sus fórmulas.

    En el caso de Oxford, podríamos hacer varias cosas, como mejorar los métodos para recaudar fondos. Según sir Peter Lampl, filántropo que ha estudiado el tema a detalle, Oxford recibe dinero de menos de 10% de sus ex alumnos, mientras que Princeton de más de 60%. Es absurdo y es culpa nuestra, aunque tampoco vendrían mal unos retoques a la ley fiscal sobre donaciones. Entonces podríamos pedir a gobierno y Parlamento que nos dejaran subirnos los sueldos. El ministro de Hacienda y probable futuro primer ministro, Gordon Brown, ha dicho que lo tendrá en cuenta la próxima vez que se revise el límite actual de las matrículas, en 2008, y una de las prioridades implícitas en la propuesta de reforma del gobierno de Oxford es aumentar las probabilidades de que se produzca.

    El aumento de las tasas de matrícula exige algo que también hacen las mejores universidades de EU: becas suficientes para todos los posibles alumnos. En el contexto británico, significaría redoblar esfuerzos para garantizar que los alumnos procedentes de ambientes pobres no se desanimen por la combinación de la matrícula. La costumbre estadounidense de ofrecer más facilidades de ingreso a los hijos de antiguos alumnos y donantes generosos -así es como George W. Bush logró entrar en Yale- sería aquí completamente inaceptable. Porque Oxford, al fin y al cabo, es una ciudad europea.

    Estos factores decidirán el futuro de Oxford. La reforma propuesta no es más que un medio para un fin más amplio. No es doblegarse a las exigencias del gobierno; su propósito a largo plazo es el contrario: depender menos del Estado y ser más capaces de mantener la calidad académica y la independencia gracias a recursos propios. Por eso soy partidario de ella, pese a todas sus imperfecciones.

    Si Oxford puede tomar estas medidas cruciales, es posible que conserve su sitio como universidad de investigación de primera categoría. Pero la decisión no está sólo en manos de quienes votamos en Oxford. Está también en manos de los británicos y de las sociedades europeas. Tal vez éstas prefieran, al final, el bien social que representa una enseñanza superior de masas, gratuita y de bajo coste, y abandonen la ambición de aunar la enseñanza con la mejor investigación. Si seguimos como hasta ahora, acabaremos seguramente ahí. Así que conviene que Europa tenga al menos un gran debate, como Oxford, y tome una decisión consciente.

    www.timothygartonash.com

    Catedrático de Estudios Europeos en Oxford



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