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Carlos Monsiváis

Las transformaciones del pudor

Carlos Monsiváis es ante todo un hombre observador. Escritor que toma el fenómeno social, cultural, popular o literario, y que, con rápido b ...

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    12 de noviembre de 2006

    A lo largo de la Era del PRI (1929-2000) a la sociedad mexicana se le mantiene bajo un trance hipnótico (efectos de la censura, certidumbre de las imposibilidades del cambio voluntario, aceptación gozosa de las intromisiones de la modernidad) que le impide discutir temas fundamentales. Lo "normal" es la disculpa del tiempo inadecuado: "Vamos bien poco a poco, para qué mover el avispero, ahora no conviene", y el momento oportuno jamás llega.

    Uno tras otro se posponen o arrinconan los temas: el voto para las mujeres, la educación sexual en las secundarias, la despenalización del aborto en casos de violación, peligro de la vida de la madre y malformación genética del producto, la censura salvaje en el cine y el teatro, las redadas por asuntos de "moral y buenas costumbres", el respeto a las obras artísticas por sobre las iras del fundamentalismo; la negación en el mundo indígena de la libertad de creencias por respeto a los "usos y costumbres", etcétera, etcétera. Hay avances pero también, desde la perspectiva del Estado, hay retrocesos serios y "concordatos" evidentes.

    Ya para la década de 1970 el debate se encona, más en la práctica que en la teoría, a propósito de la tolerancia, entendida no como la indiferencia o el gesto de superioridad hacia lo que molesta o irrita, sino como un principio irrenunciable de la modernidad y el diálogo de las diversidades.

    Si el consenso en un buen número de casos exige tiempo y esfuerzo analítico, ponerse de acuerdo en la urgencia de ponerse de acuerdo lleva a la ampliación de espacios para la tolerancia cuyo punto de partida es comprender los argumentos del otro. El país diverso es el fin de los monólogos furibundos.

    Y esto se vigoriza el 8 de noviembre de 2006 con la aprobación en la Asamblea Legislativa de la Ley de Sociedades de Convivencia, con la oposición frontal, obcecada y nada convincente del Partido Acción Nacional, y con una victoria clarísima de la izquierda democrática.

    El pudor que ya evita las menciones de su nombre

    Todo se intenta: campañas a favor de los verdaderos valores (no se especifican, no hacen falta); restauraciones de la Familia (con el padre hablando sólo en la cabecera de la mesa, sólo así se prueba que es familia, lo contrario es una tribu desdichada que se educa para la desintegración); censura en el cine (ya imposible desde hace años, entre otras por la piratería y el internet), y en la televisión (que erosiona la propagación del sistema de cable); arrebatos contra el hedonismo de la sociedad contemporánea (ya descartados, sin que se haya definido o descrito el hedonismo para no dar lugar a excitaciones); embestidas contra el condón cada vez más esporádicas; amenazas de excomunión olvidadas o retiradas casi de inmediato; oposición ya tímida a la educación sexual y el control de la natalidad. La vida sexual por decisiones de la industria cultural de Norteamérica, elimina la discreción y exige y con fruición la difusión de los detalles. ¡Ah, la última ratio de la fellatio!

    Sin el silencio que asfixie o distorsione al gran objeto de su inquina, los conservadores están a la defensiva. Flotan a la deriva o se apagan sus instrumentos de erradicación del Mal: la voz baja (ante Lo Inmencionable, la voz muy alta al demandar castigo para Lo Innmencionable), las alusiones crispadas, el ceño probablemente copiado a Jehová cuando lo ofendían por las insistencias del pecado, la ronda del pudor escénico ("¿Cómo le hago para sonrojarme?"). Lo explícito corrompe las costumbres, y enronquece el gemido protector: "¡De eso no se habla en mi presencia!" ¿Y a quién intimida el alegato: "Si quieres seguir con ese tema, vete a la porqueriza"? En las discusiones familiares la mención del sexo oral se naturaliza al punto de eliminar para siempre el sonrojo, y hace unos años, en la Casa Blanca, Bill y Mónica, los Adán y Eva de las revelaciones por internet, resultan algo más que un gran escándalo, son la puerta abierta de la puntualización. Desaparecen los chismosos y de hoy en adelante y a propósito de cualquier tema sexual, todos somos fiscales especiales o, de lo contrario, absoluciones ambulantes.

    * * *

    Déselo al viagra y a su fastuosa comercialización, el sitio infernal que merece. ¿Quién suprime ahora la indiferencia enumerativa o el sarcasmo a propósito del sexo, de las disfunciones eréctiles, de la inapetencia entre casados, del ridículo ante las sexoservidoras, del gemido del deseo convertido en departamento de quejas por canalladas de la fisiología? Con el viagra, los males de la genitalidad se vocean entre las preocupaciones de las transnacionales. Si el cuerpo deja de tener secretos, se jubilan internacionalmente las obsesiones represivas.

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    Transmitida como chisme, la divulgación sexológica ha sido por décadas la moda interminable. "Cómo erradicar la frigidez/ Goce cada segundo los siete minutos/ Erotice su trato sin renunciar a su vida espiritual/ Recuerde que la frigidez de su compañera no viene de una enfermedad de mujeres, sino de su crítica sutil porque usted no va al gimnasio/ No admita que la impotencia es la venganza de la carne ante las fragilidades del alma." En las revistas femeninas se examinan sin censura los temas que comentados hace treinta años habrían causado la expulsión del hogar. Y a esto agréguense la psicología postfreudiana, las terapias de grupo, la sexología que-sí-puede-entrar-a-su-hogar (casi toda), el crecimiento de las divulgaciones médicas, los avances comentadísimos de la ciencia, la educación sexual en las primarias y secundarias, el cine contemporáneo, la derrota de los censores de la apariencia (hace unos años a funcionarios menores del gobierno de la ciudad de México, que intentaron por una hora prohibir la minifalda en unas oficinas, se les cesó en el acto), los programas especiales y los debates televisivos sobre sexo. Y por último, no al último, la cauda de información que el sida y la sexualidad de algunos clérigos han traído consigo.

    Falta por anotar la masificación del exhibicionismo, o como se diga sin tono peyorativo a las nuevas actitudes corporales de hombres y mujeres jóvenes, que despliegan por doquier las fotos artísticas o casi, la publicidad de los espectaculares que promulga la deseabilidad del cuerpo construido a pulso (Calvin Klein, por ejemplo, es el gran auspiciador de los gimnasios), en las películas y los programas de televisión, en los concursos de belleza. Si todavía prevalece "la última reserva" (el desnudo frontal), lo demás está tan a la vista que el pecado contemporáneo por antonomasia no es el exhibicionismo sino la celulitis.

    * * *

    Tradicionalmente, las "malas palabras", los vocablos y las expresiones de la obscenidad, vivían en el infierno semántico por su relación incestuosa con el sexo. Eran los términos del "sólo para hombres", del aprendizaje de lo sexual a través de la impudicia lingüística, del reservarle a las conversaciones libres de remilgos la función de nicho ecológico de la masculinidad a lo macho. Por eso, la difusión aparatosa de lo sexual, más que ningún otro elemento, mató la razón de ser de las malas palabras. Si se dicen por doquier, si el habla unisex es irreversible, no es únicamente por la inutilidad de mantener zonas del tabú, sino porque las alusiones a lo sexual de las "obscenidades" van resultando tímidas, meramente descriptivas o incomprensibles. La represión de las "groserías", a fin de cuentas, no era sino la estratagema que retenía al sexo en la oscuridad.

    Exagerar hasta la herejía el valor de unos cuantos vocablos, es el método para volver inmencionable las funciones a que éstos aluden. Si el sexo sale a la calle y se exhibe en las sobremesas de las familias decentes, las "obscenidades" envejecen sin remedio, convertidas en pintoresquismo.

    Escritor



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