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Ricardo Raphael

¿Otra reforma electoral?

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    15 de septiembre de 2006

    El mito ronda de nuevo nuestras mentes. Para salir del atolladero, la clase gobernante mexicana está recurriendo a su ya tradicional varita mágica. Esa que se encuentra dentro de una caja de cristal, entre el hacha y el extinguidor, y que responde a la clásica leyenda: en caso de crisis política proceda usted a proponer una reforma electoral.

    Esa solución la inventó don Jesús Reyes Heroles en los años 70. Y funcionó de maravilla para desazolvar los túneles y las avenidas de un sistema político que, después de 1968 y 1971, estaba empantanado. En efecto, la reforma electoral de 1977 que legalizó al Partido Comunista Mexicano y que potenció la pluralidad política de los representantes populares resultó ser un poderosísimo medicamento para curar el desgarramiento social que, en aquellos años, vivía nuestro país.

    Desde entonces, cada vez que las cosas se han puesto turbias, los que mandan y sus analistas políticos tienen por manía ponerse a hojear el Cofipe. Así, la crisis económica de los años 80 llevó a la reforma de Bartlett, la crisis política de 1988 condujo a la reforma de Salinas de Gortari, la emergencia del movimiento zapatista y el asesinato de Luis Donaldo Colosio empujaron a la reforma de 1996.

    En nuestro país, los votos parecieran ser la única forma de expresión de la política mexicana. Nuestra transición, tal y como Mauricio Merino ha hecho notar en su estupendo libro, ha sido una "transición votada". Todo se ha centrado en las urnas, en las campañas, en el financiamiento a los partidos, en la organización de las elecciones, en las autoridades y los jueces electorales. Es decir, en las reglas del juego para que las élites compitan por el poder. Ahí hemos puesto la gran mayoría de los recursos económicos y también una buena parte de las energías neuronales.

    Desde luego que lo electoral es pieza clave de la política democrática, pero resulta imposible afirmar que en ella se agota todo. También los acuerdos (tácitos y los explícitos) entre los actores y las formas de participación no electoral de la ciudadanía despiertan importancia. Lo mismo ocurre con el resto de los engranajes del sistema político: con las relaciones entre los partidos (más allá de las contiendas), con las relaciones entre los poderes (más allá de quién cuenta con más curules), con las relaciones entre el Estado y la sociedad civil (más allá de los intentos que uno y la otra desplieguen por cooptarse).

    En efecto, el espacio público requiere de mucho más que una urna para volverse plural y democrático. Están también la transparencia y la rendición de cuentas, la eficiencia gubernamental y el estado de derecho, la no discriminación ante la ley y la igualdad de las oportunidades, la democracia sindical y la diversidad de los poderes fácticos. Y sin embargo, los vientos de la democracia apenas si han rozado al resto de los arreglos institucionales. Por andar obsesionados con la transición votada hemos comenzado a correr el riesgo de terminar con la transición "botada".

    En buena medida hemos aplazado la agenda pendiente por andar distraídos con el asunto electoral. Nos hemos fugado de su complejidad pensando en que una nueva enmienda al Cofipe terminará por resolvernos, como por arte de magia, las malas relaciones que en México predominan entre los poderosos y sus gobernados.

    Y sin embargo esa varita ya se gastó. Una mirada cuidadosa hacia los hechos recientes podría ayudar a concluir que no hay ley ni legalidad que aguanten cuando los actores políticos están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de apropiarse del Estado. No hay instituciones que soporten el abuso del Poder Ejecutivo cuando éste se decide a ganarle la contienda a sus adversarios, ni tampoco elecciones que sean plenamente legítimas cuando el principal candidato de la oposición es capaz de entreverar pequeñas verdades con abundantes y torcidas mentiras.

    En esta ocasión de muy poco servirá romper la cajita del extinguidor. Bien haríamos los mexicanos en atender el contrahecho modelo de negociación que utilizan las élites políticas mexicanas y también a la distante relación que los ciudadanos mantenemos con ellas.

    Quizá lo que esté haciendo falta es dejar a un lado la pequeña clave electoral para comenzar a utilizar la amplia y vasta clave de la política. Más política y menos disputa por los votos sería una fórmula que daría hoy por hoy mejores resultados.

    Profesor del ITESM



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