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Ricardo Raphael

Visiones sobre la legalidad

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    09 de junio de 2006

    Legalidad es una palabra que suena diferente dependiendo de la voz que le pronuncie. Tal cosa fue evidente durante el debate presidencial del martes pasado. La definición utilizada por Felipe Calderón Hinojosa no es la misma que la concebida por Andrés Manuel López Obrador. Y esta distinción entre definiciones sobre el término "legalidad" exhibe uno de los contrastes más significativos entre estos dos aspirantes a la jefatura del Estado mexicano.

    Cuando el candidato del PAN usa el vocablo legalidad está pensando en un valor. Legalidad como obediencia ante la ley, como actitud de apego al derecho, como compromiso de respetar a las autoridades. Legalidad como un principio ético fundamental de la convivencia democrática. Como una cultura de disciplina política y también personal frente a las instituciones que nos gobiernan.

    Como valor, la legalidad nunca puede ser injusta. Es una cosa buena en sí misma. Incuestionable e inatacable. Profundamente democrática. Sólo los autoritarios serían capaces de burlarle y hacer pasar su voluntad por encima de ella. Y, en efecto, desde esta perspectiva todo aquel que cuestione la legalidad resulta un peligro para la democracia.

    Sin embargo, cabe decir que el término legalidad puede ser también utilizado para referirse a una cosa muy distinta. Al entramado de procedimientos, de leyes, de normas y de instituciones que, en conjunto, construyen al orden jurídico. La legalidad, no como valor, sino como un aparato de estructuras jurídicas dispuestas para ordenar a una sociedad.

    Entendida así, la legalidad es un asunto siempre cuestionable y siempre discutible. Y lo es porque no hay instituciones inmutables, ni leyes irreformables, ni procedimientos eternos. Bajo esta concepción, la legalidad es una construcción social dinámica.

    Dado que las sociedades cambian constantemente, lo más conveniente es que la legalidad se reforme al ritmo de las transformaciones sociales. En sentido inverso, una legalidad estática terminaría por convertirse en una autoritaria camisa de fuerza para una sociedad en movimiento.

    Así las cosas, la legalidad concebida como sumisión a la ley, en efecto, ha de ser un valor democrático inmutable, pero la legalidad entendida como un entramado jurídico-político vivo requiere de una transformación constante. Tengo para mí que cuando la izquierda democrática cuestiona la legalidad, cosa que hace en todo el mundo, a lo que se refiere es a las inadecuaciones de las instituciones, a la injusticia de las autoridades, a lo inaccesible de las leyes, a lo arbitrario de los procesos. Cuando la izquierda critica el orden legal, lo hace porque lo considera perfectible y por tanto modificable.

    Desde esta perspectiva es difícil negar que en nuestro país tenemos una legalidad muy injusta. Quienes poseen medios económicos tienden a ganar los juicios, mientras que el acceso a la ley para los desposeídos representa una cima inalcanzable. En efecto, México es un país donde el ejercicio de los derechos es sumamente desigual, profundamente arbitrario a favor de los que cuentan con influencias, redes sociales y privilegios.

    Vistas así las cosas, igual que la pasión que se utiliza para defender el respeto a la ley debería ser la pasión para luchar contra las expresiones injustas del orden legal. Este equilibrio sería, en toda democracia, el más deseable.

    La confusión surge en cambio cuando la pasión de unos por defender la legalidad termina interpretándose como complicidad con la injusticia, y la pasión de otros por cuestionar la legalidad se convierte en la representación más nítida de su autoritarismo.

    En todo caso, lo que más sorprende es que una y otra concepción de legalidad hayan tenido tan poco diálogo durante el debate presidencial pasado. Cada uno de los candidatos, el de la derecha pero también el de la izquierda se quedaron sentados en sus ideas propias sin que la verdadera argumentación detrás de sus pasiones fuera reflejada durante las intervenciones.

    Y sin embargo, en buena medida ambos tienen razón. López Obrador al atacar la actual legalidad mexicana y Felipe Calderón al defender el apego a la legalidad. El primero en denunciar el desigual trato que tanto la ley como el Estado nos otorgan a los mexicanos y, el segundo, al exigir que sea cual sea el conflicto que enfrentemos en nuestra sociedad, siempre sea respetando la ley como procedamos a resolverlo.

    Para conjurar este malentendido semántico habría de advertirse que en democracia la única forma de reformar al orden legal es haciéndolo con estricto apego a la ley. O dicho reiterativamente: en democracia, la legalidad sólo puede reformarse legalmente.

    Profesor del ITESM



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