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Ricardo Raphael

Un tótem para la discordia

Maestro en Ciencias Políticas por el Instituto de Estudios Políticos de París, Francia. Maestría en Administración Pública por la Escuela ...

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    19 de mayo de 2006

    Un inmenso monumento de 600 kilómetros está por erigirse a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos. Con él se pretende conmemorar la enorme distancia que todavía subsiste entre los dos vecinos. Se trata de un símbolo palpable de lo que entre ambos pueblos es irreconciliable.

    Son insostenibles los argumentos que, desde Washington, se han esgrimido para justificar la construcción del muro. Se dice que con él se garantizará la seguridad de los estadounidenses, se contendrá a los inmigrantes y a los terroristas, se enfrentará a los narcotraficantes y se evitará el contrabando. La Casa Blanca ha querido presentarle como el gran acto de magia que, de golpe, va a proteger al paraíso de las barras y las estrellas. Y sin embargo, la eficacia de esa inmensa pared terminará por ser muy relativa.

    Las centenas de mafias que operan ilícitamente gracias a la frontera encontrarán otras formas de continuar con su comercio. Siempre habrá fracturas en esa compleja línea divisoria para burlar a las autoridades. Mientras haya trabajo en las geografías del norte y empleo mal remunerado en las del sur, la ley de la oferta y la demanda continuará imperando sobre todas las demás normas y reglamentaciones.

    A la migración sólo se le puede combatir con el desarrollo y a la delincuencia con la aplicación de la ley. Y ambas cosas sólo pueden ocurrir cuando se construyen políticas bilaterales que se despliegan mucho más allá de las fronteras. Cuando dos naciones son capaces de cooperar y sus gobiernos están dispuestos a coordinarse. Cuando dos pueblos se entienden en lugar de divorciarse.

    El problema surge cuando las soluciones reales dejan de importar y las falacias son tomadas por verdad. Cuando el populismo se apodera de los poderosos y éstos se ponen a representar faraónicos actos nacionalistas con el sólo propósito de lisonjear al pueblo. Así lo hicieron los chinos en los viejos tiempos y así les han imitado ahora nuestros vecinos del norte. Y si los primeros un día descubrieron que habían gastado fortunas enteras en un esfuerzo estético pero anodino, también los segundos pronto terminarán por aceptar que de nada sirvió su ingenieril faramalla. Mientras tanto, este tótem fronterizo se encargará de alimentar la discordia entre las dos naciones. Su papel será recordarnos cotidianamente lo distintos que somos, lo apartado que vivimos, lo poderosos que son unos y lo humillados que nos sentimos los otros. Con el tiempo este monumento se convertirá en el recordatorio de la asimétrica diferencia entre unos y otros habitantes del continente americano. Como el argumento irrefutable que los radicales de cada país necesitaban para mantener vivos los odios y las desconfianzas.

    El muro se quedará ahí para evitar las convergencias, para entorpecer los acuerdos, para apagar las expectativas compartidas, para limitar la cooperación, para revivir las más viejas rencillas. Se quedará ahí para subrayar que ha sido la discordia, más que la amistad, lo que ha marcado la historia entre mexicanos y estadounidenses.

    Lo dramático del asunto es que ese monumento no nos representa a todos. Ni a los vecinos del norte que desconfían del populismo de su gobierno, ni a los vecinos del sur que no profesamos la religión del antiamericanismo primario. En efecto, los moderados de cada lado nos hemos quedado sin un recinto para conmemorar lo que también nos acerca. Nos hemos quedado sin la estatua que dé noticia del encuentro y la fraternidad que también, a lo largo de la historia común, ha estado presente.

    Hace 20 años que Alan Riding escribió aquel libro Vecinos distantes, hoy este texto habría de ser revisitado para tratar de interpretar este equívoco de la historia. Lo paradójico es que durante las dos décadas transcurridas esas distancias entre los países se acortaron: se construyó un espacio económico común, se intensificaron los contactos humanos y se matizaron las animosidades producto del desconocimiento. En efecto, durante el último periodo se manifestaron un sinnúmero de gestos de acercamiento.

    La construcción del muro, sin embargo, podría acabar simbolizando el comienzo de un movimiento pendular en sentido contrario. El fin de una era reconciliadora y el regreso a un momento de recelo y desconsideración. Las cosas habrán todavía de evaluarse con prudencia, pero es innegable que cuando el nacionalismo miope se ha apoderado de los gobernantes de uno y otro lado, la relación entre ambos países ha quedado hecha jirones.

    Profesor del ITESM



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