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Porfirio Muñoz Ledo

Sangre y política

Ex embajador de México ante la Unión Europea. Su trayectoria política es amplia y reconocida: fue fundador y presidente del PRD, senador, di ...

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    08 de mayo de 2006

    Hemos transitado en pocos días de un escenario electoral a uno golpista. Los voceros del gobierno dicen sin tapujos que llegaron al poder para conservarlo y que emplearán todos lo medios a su alcance para asegurar la continuidad de su dinastía. No es otro el sentido de la rupestre metáfora del jinete y el caballo ni otra la explicación de la desbocada injerencia del jefe del Ejecutivo en el proceso electoral y de la comisión deliberada de abusos de poder que han ensangrentado al país. Para el nuevo régimen la transición democrática es una suerte de herencia recibida del sufragio pero que no admite devolución.

    Los gobernantes del cambio se han convertido en la réplica actualizada del poder monopólico que combatieron.

    Han encontrado la fórmula para sustituir un sistema de partido hegemónico por otro, de dinero hegemónico y para conducirnos del autoritarismo a la plutocracia. El remplazo de un patrimonialismo por otro, al margen de la voluntad ciudadana.

    Las luchas democráticas en las que nos empeñamos durante dos decenios tenían como primer objetivo sacar al gobierno de las elecciones. Lo habíamos logrado mediante tres operaciones concurrentes: la autonomía legal y política de las instituciones electorales, la separación orgánica y funcional entre poder público y el partido dominante y la total abstención del gobierno en la promoción de las campañas. Vivimos hoy un grave retroceso en esos frentes.

    El órgano electoral ha dado prueba plena de su debilidad congénita para arbitrar el proceso. Renunció a promover un nuevo marco normativo que fortaleciera sus atribuciones y se niega a emplear la autoridad moral y constitucional de que dispone. La Presidencia de la República recrea por su parte la intervención del gobierno en las elecciones, reedita torpemente la simbiosis entre Estado y partido y repite, mediante la estrategia del miedo, técnicas prototípicas de la propaganda fascista.

    Tras varios meses de empapar de rojo la palabra "peligro" en las pantallas electrónicas hoy riegan la sangre en las calles. Pareciera un mensaje tardío de mano dura, exhibida con fines electorales, pero podría ser más que eso: un artificio publicitario para apoyar la campaña de intimidación con una escenografía criminal; para atizar el temor con la comprobación objetiva del mal.

    Recordemos la estrategia de algunos gobiernos norteamericanos que en periodos cercanos a las elecciones convertían la guerra fría en guerra caliente. Montaban un tinglado militarista para exacerbar el sentimiento patrio y agrupar a los ciudadanos contra el enemigo. Una película de ciencia ficción llegó a proponer la creación virtual de la guerra en las pantallas, a efecto de evitar el gasto en armamentos.

    En nuestro caso la pregunta a responder es ¿por qué un gobierno cuyo principal timbre de orgullo había sido la tolerancia democrática no tiene empacho en mancharse las manos de sangre al final del sexenio?

    Y también ¿por qué, cuando se trataba de construir una obra pública relevante, el gobierno cedió ante la amenaza de los machetes y ahora, por la ubicación de un puesto de flores se transforma un problema municipal en conflicto estatal y luego en masacre federal?

    La represión a los trabajadores de Sicartsa en Lázaro Cárdenas obedece a un mismo patrón de conducta. Durante cinco años el gobierno había lidiado los problemas laborales con métodos tradicionales: colusión con dirigentes sindicales y alianza con las empresas, pero también diálogo, mucho diálogo. Súbitamente reaparece el aliento despótico del poder que parecía haberse desvanecido después de la guerra sucia para cuyo esclarecimiento crea una fiscalía especial esta misma administración. Volvemos al asesinato de los obreros en su centro de trabajo que no ocurría desde la huelga de Cananea.

    Cuando acuñé espontáneamente el neologismo "foxordaz" tenía en mente los acontecimiento de 1968. El rechazo del gobierno a reconocer las causas sociales del movimiento estudiantil, el legalismo para justificar la represión y la razón de Estado como última ratio del poder. Pero también, la decisión compulsiva de mantener intacta una estructura de autoridad y el argumento de una conspiración externa contra el país que entonces se llamaba comunista y ahora se le califica de populista.

    Ambas actitudes tienen como trasfondo una ideología de derecha y el ferviente deseo de halagar al gobierno estadounidense y de conseguir sus favores. En este caso, el de involucrarlo en la sucesión presidencial. Sólo que hoy se trata de un poder político débil, que aunque conserva una administración fuerte, sería incapaz de hacer frente a una revuelta social. Está despertando, sin saberlo, al México bronco.

    Habíamos ganado el derecho de elegir libre y pacíficamente a nuestros gobernantes. Mediante el fallido desafuero el gobierno quiso despojarnos de la capacidad de escoger candidato. Ahora lo que pretende es ahuyentar el voto para vedar el acceso a un cambio verdadero del modelo económico y social que ha empobrecido a tantos y enriquecido a tan pocos. Pretende ahogar la inconformidad ciudadana mediante el terror. Una modalidad contemporánea del golpe de Estado.

    Me he permitido hacer un llamado a los poderes constituidos: a la Comisión Permanente del Congreso y a la conferencia que vincula a los gobernadores de los estados para que exijan al Ejecutivo de la Unión que cese su intervención ilegal en el proceso político. Los he invitado a que reestablezcan el equilibrio de poderes y hagan valer los principios democráticos que cohesionan al pacto federal. De otro modo todas las autoridades del país serían alentadas para violentar las disposiciones en que se sustenta el orden electoral. Entraríamos en una grave descomposición política de consecuencias impredecibles. Aún es tiempo para actuar con determinación.



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