Racionalidad de la mentirocracia
Licenciatura en relaciones internacionales por El Colegio de México, Maestría en Sociología política y Doctorado en historia por la Univers ...
Más de José Antonio Crespo*17 de junio de 2002
cres5501@hotmail.com . * Analista político, profesor-investigador del CIDE
Hace unos días, el senador priísta Fidel Herrera declaró: "Estamos siendo gobernados por una mentirocracia consistente y contundente, que requeriría ir ya a un gobierno de verdades" (4/VI/02). Esto, seguramente motivado por las numerosas declaraciones de miembros del gabinete y del propio presidente Fox que han demostrado ser falsas. La conversación telefónica con Fidel Castro, el encuentro "casual" de Jorge Castañeda con Salinas de Gortari (que en sí mismo nada tenía de raro ni condenable), y los desmentidos a Francisco Barrio sobre los "cacahuates" versus los "lingotes de oro" (de lo cual no supimos ya si Barrio dijo o no la verdad al respecto). Tiene en parte razón el senador Herrera, si bien los priístas no son los más autorizados para levantar semejantes acusaciones (pues sostuvieron un régimen político de "no verdades", un monumento a la falsificación, la demagogia y la simulación institucionalizada). El caso es que aquellos que pensaban o siguen pensando que la democracia consiste en la llegada al poder de gobernantes ejemplares, honestos, entregados, solidarios, sinceros por encima de todo, ejemplos de congruencia y transparencia, empiezan decepcionarse ante la "democracia real", la que existe, la que es posible, la que constituye el peor de todos los sistemas políticos salvo todos los demás. Ante ello hay dos posibles reacciones. 1) Algunos entenderán que la democracia radica más en la calidad de sus instituciones que en la de los actores políticos. Esos podrán asimilar más fácilmente la "democracia real", y apreciarla en sus posibilidades, y pese a sus límites. 2) Otros insistirán en que la democracia es el gobierno de los puros, los honestos, los sinceros, y simplemente concluirán que lo que ahora tenemos nada tiene que ver con la democracia; que habrá que esperar a que los auténticos virtuosos alcancen el poder. Sólo entonces podremos celebrar al advenimiento de una verdadera democracia, plena de honestidad, congruencia y moralidad. Un "gobierno de verdades" como el que exige Fidel Herrera. Ante el gobierno actual, los ciudadanos quizá se muestran más intolerantes con la mentira, debido a la bandera de transparencia y limpieza con que Fox emprendió su campaña. De ahí la decepción de muchos al ver que, también en la democracia, la mentira es moneda de uso corriente. Esto recuerda una reflexión de Nietzsche: "Lo que me anodada no es que me hayas mentido, sino que en lo sucesivo no podré creerte". Y Aristóteles, en el mismo sentido: "El castigo del embustero es no ser creído, aun cuando diga la verdad". Lo cierto es que la mentirocracia es un mal inevitable, independiente de que adopte formas monárquicas, dictatoriales o democráticas. De hecho, el engaño permea por toda la vida y estructura social, desde la familia hasta el Estado, quizá con alguna rara excepción. La mentira es un medio eficaz para resolver contradicciones y dilemas que afectan al potencial embustero. "Engañar y ser engañado; nada es más común en el mundo", dice el escritor alemán Johann Seume. En efecto, la vida social tiende a hacer racional la mentira, por lo cual probablemente tenga razón el Marqués de Vauvenargues: "Todos los hombres nacen sinceros y mueren mentirosos". Pero así como hay toda una literatura moral religiosa o secular que condena la mentira, existe también una poderosa y vigente corriente de pensamiento que asume la racionalidad del engaño, reconociendo incluso su utilidad y racionalidad en ciertas condiciones. Dice por ejemplo el lúcido De La Rochefoucauld: "La intención de no engañar nunca nos expone muy a menudo a ser engañados". Es decir, la mentira es el arma para defenderse en una sociedad de mentirosos. Dice también Renan, filósofo francés: "Hay circunstancias en que una mentira es el más santo de los deberes". Si eso ocurre en la vida cotidiana, con cuánta más frecuencia no sucederá en las lides políticas, donde grandes intereses están en juego. "Nunca se miente más que después de una cacería, durante una guerra y antes de las elecciones", afirmaba Otto von Bismarck, el canciller de hierro. Y el legendario Sun-Tzu: "Todo el arte de la guerra está basado en el engaño". Y eso no se explica sólo por las grandes ambiciones de muchos de quienes se alistan a la lucha por el poder, sino por la dinámica misma de la política que, como en la guerra, exige ciertos confines de secreto, de discreción, de ocultamiento. La mentira se vuelve así razón de Estado, además de medio racional para la supervivencia política. De ahí la maquiavélica sentencia: "Los príncipes a quienes se ha visto hacer grandes cosas, tuvieron poco en cuenta la fe jurada". Al fin que cuando es conveniente romper la palabra empeñada, "jamás faltarán argumentos para disculpar el incumplimiento de sus promesas", añade el florentino. Por ello, el ejemplo del santo patrón de los políticos, Tomás Moro apegarse a la verdad a costa de su propia vida rara vez es seguido por sus devotos (por más misas que digan y oigan en su memoria). De ahí también lo ilusorio de los "códigos de ética" que proclaman partidos y gobiernos, comprometiendo a quienes los juran la práctica de la sinceridad. Dígase si no suena risible el siguiente precepto del código de ética priísta: "El priísta debe ser leal, honesto, responsable y solidario sobre todas las cosas". Pareciéramos estar leyendo el Antimaquiavelo de Federico II de Prusia (cuyo autor jamás lo cumplió, como tampoco lo hace el PRI con su código ético). Desde luego, lo mismo ocurre con todo partido y organización política y gubernamental. Sus respectivos códigos de ética no son sino pulcros adornos retóricos. Así, el código del gobierno obliga a los funcionarios a que sus acciones "sean honestas y dignas de credibilidad, fomentando una cultura de confianza y de verdad". La mentirocracia es pues consustancial al poder. No podremos desembarazarnos de ella, pero sí limitarla, controlarla y, en su caso, penalizarla política o legalmente. La democracia es precisamente el mejor antídoto de la mentirocracia , aunque no sea un remedio ciento por ciento eficaz. No porque la democracia signifique la pureza moral de los gobernantes o los ciudadanos, cosa falsa, sino por las características de su diseño institucional que propicia la vigilancia de todos por todos. Y justo en esa dirección va la nueva Ley de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental. Su buena instrumentación y el aprendizaje de su utilización por parte de diversos sectores sociales contribuirá significativamente, no a erradicar la mentirocracia , pero sí a restringirla en lo posible. No logrará hacer más morales a los funcionarios, pero sí facilitará su supervisión. Con todo, eso no basta. Es obviamente necesario tomar otras medidas, realizar nuevas reformas institucionales para limitar la inevitable mentirocracia que nos gobierna, nos ha gobernado y nos seguirá gobernando, sea cual sea el partido que conquiste el poder.