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Juan María Alponte

Una mujer mexicana: Manuela de Abasolo

Es uno de los escritores y analistas políticos más reconocidos de nuestro país. Nació en España en 1934 y se nacionalizó mexicano en 1976 ...





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    02 de marzo de 2002

    EN 1935 llegó a México el día 11 de mayo, la primera vez, Rafael Alberti. Tenía 33 años. Su hermosa mujer, María Teresa León, vino con él. De ese tiempo, en el deslumbrante recorrido de Veracruz a la ciudad de México, nos quedan relámpagos literarios en el relato de ella, Memorias de la Melancolía , y bocetos, con poemas pensando y leyendo a Bernal Díaz del Castillo, en el libro de él: La Arboleda Perdida .

    Encuentros con Diego Rivera y Frida. Siqueiros en escorzo, un primer indio, para Alberti, convertido en una nueva lírica: "Todavía más fino, aún más fino, más fino / casi desvaneciéndose de pura transparencia / de pura delgadez, como el aire del Valle. / Es como el aire. / De pronto suena a hojas / suena a seco silencio, a terrible protesta de árboles / de ramas que prevén los aguaceros..." .

    No sabía yo que después de leerlos, con el andar de los años, a los dos ("Lava antigua volcánica rodando, color de hoyo con ramas que se queman / tierra impasible al temblor de la tierra" ) vendría a conocerlos en su exilio en Roma. Miro la fotografía que tengo de su casa de Roma. Su mesa de trabajo, los dos sillones de mimbre, de él y de ella, María Teresa su segunda esposa María Asunción Mateo no estaba entonces en la imaginación de Rafael Alberti, pero sí en su destino y la infinita variedad de objetos artísticos y cuadros ocupando todas las repisas: como los eslabones, perdidos y encontrados, de una vida errabunda. Un largo exilio que me recordaba, siempre, al de Víctor Hugo: de 1851 a 1870. Enfrentado con Napoleón III.

    Hice con él, en Roma, dos horas de televisión para mi programa dominical en el Canal 2. Bajábamos y subíamos por su calle de cantos rodados en un barrio prodigioso. Seco el camino de agua como el lecho de un río. María Teresa se sentía feliz de que el desasosegado recordara su vida ante las cámaras. Quedamos en vernos en España a la muerte de Franco. De repente me dijo: "No sólo en Madrid" a donde llegué para ser pintor y gané, en 1924, el Premio Nacional de Literatura. No, me añadió, quiero que vengas conmigo a mi tierra: al Puerto de Santa María. Casas blancas, recuerdo, de fierros negros hasta las banquetas, cal deslumbrante para pescar la luz del mar. Él no decía el mar, sino "la" mar. Yo también me quedé con "la" mar; yo que nací de cara a la mar. Sin estar encaladas, blancas sin pintadas, nichos de palomas, cierto, mis paredes. Un día me dijo: "¿Sabes que en Puerto de Santa María vivió de amor una mexicana?". Acariciaba su melena. Le había dicho a Picasso "Me gustaría un cuadro tuyo". Y Picasso, lúdico, le había contestado: "¿Por qué no lo robas en un museo?".

    Se apretaba, con frenesí, su enorme frente blanca. Los abuelos de Alberti eran italianos (fue pariente también de García Lorca) y sus abuelas una era irlandesa; la otra de Huelva, a la vera esquinada de la Andalucía que Rafael Alberti amaba y soñaba: Puerto de Santa María. De pronto recordó: "Ya lo sé. Se llamaba Manuela Taboada. Vivió aquí del amor. Me lo dijeron una vez de niño". "No sé quién me lo contó. Algún poeta de la ciudad. Algún erudito".

    Manuela Taboada era la mujer de Mariano Abasolo. Éste había nacido en Dolores en 1784. Estuvo, con Ignacio Allende, Aldama y Jiménez en las horas iniciales de la insurgencia con Hidalgo. Participó en las batallas y en los días épicos y duros de la alzada. Manuela Taboada, en un momento determinado, tuvo conocimiento de una asechanza para hacerlos prisioneros. Lúcida lo puso en conocimiento de Hidalgo y éste le transmitió la noticia a Ignacio Allende. No hicieron caso del aviso era mujer y la asechanza se produjo. Finalmente, fueron todos apresados y cayeron, en el alba de un nuevo tiempo, bajo los piquetes de ejecución. El que usó el ardid de la traición para la emboscada, Elizondo, detestado por todos, los de una parte y los de la otra, murió asesinado por alguien que, fingiéndose loco, le ejecutó a su vez. Muerte impiadosa.

    De los insurgentes de Dolores se salvó, de la muerte, Mariano Abasolo. Su mujer, ("¿fina y más fina, aún más fina, casi desvaneciéndose en el aire?" diríamos repitiendo a Rafael Alberti) removió la tierra y el cielo para acumular cartas, recomendaciones y testigos de que su marido había sido insurgente, pero no había cometido ningún crimen e inclusive había salvado a muchos perseguidos. Sea lo que sea aquella mujer de fuego consiguió que se revocara la sentencia de muerte y Abasolo fue enviado, deportado y prisionero, a España. Dejemos, al margen, la instancia real de la crisis histórica y recuperemos esa montaña viva que se llama, sin más, una mujer. Era, muy joven, Manuela Taboada. "De muy corta edad", ratifica José María Luis Mora, en 1836, en su libro México y sus Revoluciones .

    Nada impediría a esa mujer seguir el rastro de su marido deportado. Los dos habían sido desposeídos ya de sus propiedades, confiscadas por las autoridades coloniales. Ella, impasible, pidió ayuda, reunió, en el caos de la existencia, unas joyas. Ella era de Chamacuero, del estado de Guanajuato, "de familia rica y principal y se había casado un año antes de empezar la insurrección de la Independencia con Mariano Abasolo".

    Sobre esa tragedia brota, incandescente, una pasión amorosa, insumisa a la gran catástrofe que la rodeaba: la expropiación total de los bienes de Abasolo y de su propia familia. Siguió al prisionero hasta el Puerto de Veracruz. Supo que el deportado sería embarcado en una fragata de nombre explícito y enigmático como la existencia: "Prueba". El comandante de la fragata se llamaba Javier Ulloa. La jovencísima se animó a hablarle. Le ofreció, para acompañar a su marido amarrado, las alhajas que había reunido de amigos y parientes. Javier Ulloa, caballeroso, se negó a aceptar nada y la permitió que acompañara a su marido en el viaje hacia la Metrópoli lejana y espacio para una nueva cárcel. No le importó lo desconocido.

    Sabemos que salió de Veracruz "a principio de 1814", nos guía la mano de Mora, y llegó a Cádiz, la bahía que incendiara la memoria de Rafael Alberti a lo largo de su vida comunista educado en un colegio de jesuitas como Fidel Castro cuando Fernando VII, que se había comportado como un vasallo sin dignidad ante Napoleón Bonaparte invasor de la península ibérica, incendiaba las casas de los liberales. Sus esbirros buscaban, inclusive en los retretes, escritos "subversivos". Siempre los sumisos ante los poderosos son implacables, como "rescate" de su dignidad perdida, ante los indefensos. Mala hora, pues, para llegar a Cádiz, a la España fernandina. España estaba cruzada por el oscurantismo inquisitorial del rey. Éste, por haber estado bajo la dependencia de Napoleón, mientras gobernaba España un hermano del emperador, José "Botella", al que conoció Víctor Hugo, estando en Madrid con su padre, el general Leopoldo Hugo, fue llamado, por los españoles, "el Deseado". Se equivocaron harto. También erró, y seriamente, el Papa León XII quien, en su Carta Encíclica Etsi iam diu , haría a los obispos de América Latina y México un retrato falso del monarca español. Entre otras cosas les decía a los obispos: "Pero ciertamente nos lisonjeamos que un asunto de entidad tan grave tendrá por vuestra influencia, con la ayuda de Dios, el feliz y pronto resultado que nos proponemos, si os dedicáis a esclarecer ante vuestra grey las augustas y distinguidas cualidades que caracterizan a nuestro muy amado Fernando, rey católico de las Españas, cuya sublime y sólida virtud lo hace anteponer al esplendor de su grandeza el lustre de la religión y la felicidad de sus súbditos...".

    Todo el mundo sabía ya, cuando León XII firmaba y sellaba, con el sello del pescador, su carta-encíclica, que Fernando VII era un déspota que legitimaba todas las intolerancias y perseguía, con el terror, a los liberales españoles que habían defendido su trono. Pero eran liberales. Pecado.

    Cuando Manuela Taboada llegó con el prisionero a Cádiz el monarca perseguía, pues, a todos los "herejes" políticos sin misericordia. Del puerto llevaron a Abasolo a la cárcel. Manuela Taboada, sin recursos, solitaria sombra de una esfinge, vagó por la ciudad, perdida y valerosa. No admitió la separación. Habló a las autoridades, escaló los despachos asombrados de su orgullo y dignidad. La permitieron, finalmente, que acompaña a su esposo en la prisión. Estuvo allí un tiempo hasta que, finalmente, trasladaron a Abasolo al Castillo de Santa Catalina, es decir, al Castillo del Puerto de Santa María, ciudad donde vino a nacer Rafael Alberti en 1902.

    Fueron años de dolor, desaliento y miseria en la prisión acorazada. La joven mexicana, inasumible al desaliento, vivió con su marido la prisión bajo la luz de la bahía del puerto, con la inmensa memoria de la mar de Cádiz. Así se sostuvo, intacta, la peregrina mexicana, en las prisiones andaluzas, hasta 1819. En ese año murió, en prisión, Mariano Abasolo. (En 1816 según el Diccionario de Porrúa) No había leído, Manuela Taboada, claro está, el libro de Rafael Alberti exaltando la bahía de Cádiz y la luz azul y blanca del Puerto de Santa María: "Del Mar de Cádiz, Sofía, saltaba su cabellera.

    ¡Ay, quién se la peinaría!".

    Manuela Taboada, a la muerte de su marido, incógnita, sin un grito de más, en el silencio del tiempo, pudo regresar a México, al México independiente y libre. Dice José María de la Mora algo sobresaliente que explica la estirpe valerosa, de una mujer, dueña de una biografía inédita: "Nada reclamó a su favor verificada la Independencia, y sí se le restituyó la hacienda de su marido confiscada por el gobierno español, pero aún no vendida en aquella época, esto fue por una ley general que se dio sobre la materia".

    A un poeta le podía llegar, desde el caracol de la memoria, esa historia de amor y decisión tan alta, tan exaltante y hermosa. Él, Rafael Alberti, en su prodigiosa elegía de los mares, en Marinero en Tierra , nos ha dejado unas coplas que relumbran en el tiempo sin ira: "¿Para quién, galería mía, / para quién este cantar? / ¡Búcaro fino del mar, poderoso azul salado / quién te pudiera quebrar!".

    Pareciera, en un momento mágico, que Rafael Alberti pensó, sin saberlo, en esa admirable mujer mexicana cuando escribió, frente al muro del agua, este poema: "En las bodegas del buque / muerto y solo. / ¿Quién será? ¿Qué nombre el suyo, marineros? ¡A tu tumba, cueva abierta / de los mares! / Noroeste, Noche Fría".

    En estos días de elecciones me aparto de las afrentas y querellas, para proporcionarles a ustedes, necesitados de concordia y aliento, esta memoria de la vida. Manuela Taboada fue, al revés de los caudillos, alma silenciosa. No nos dijo más. No era necesario. ¿Lo entienden?

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