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Ánima, de Antonio Ortuño

El Universal
Domingo 10 de julio de 2011
nima, de Antonio Ortuo

PROMESA. El autor fue elegido por la revista británica “Granta” como uno de los mejores escritores jóvenes de Iberoamérica. (Foto: ARCHIVO EL UNIVERSAL )

Esta semana comenzará a circular la nueva novela del escritor publicada por Random House Mondadori. Este es un adelanto

Yo no era aún el Gato Vera, director de películas zombies, ni Arturo Letrán el eterno pretendiente al Oscar por esas cintas bobas que luego supo hacer. Eran tiempos simples, de víspera y adviento, y lucíamos como los retratos de un anuario escolar: cabello abundante, pellejo lustroso, un aliento que no era aún veneno manando desde tripas amoratadas, podridas. Había cumplido recién los dieciséis años: el tedio y la deserción escolar me llamaban.

Y quiso el destino (fórmula, ésta, menos huera de lo que se dice) que una mañana encontrara al tutor perfecto. No muchos hombres consiguen identificar el día en que se volvieron unos canallas. Me siento afortunado. Fui echado de la escuela por rayar las paredes de un baño. No iba a volver a casa y confesarlo: tomé un camión y lo visité, le pedí empleo. Pareció interesado.

—Lo que vas a hacer podría hacerlo un chango. O una chica guapa. O hasta yo. Pero ni chicas ni changos quieren trabajar quince horas seguidas. Y yo, si disparo la cámara, regreso allá, muevo los muñecos, regreso acá y disparo y regreso y muevo, me tardo el doble.

El estudio de filmación. Una habitación sin ventanas, de techo altísimo; un almacén poblado por cables, mesas atestadas de papeles y latas de cerveza, muros repintados de negro y, por aires y suelos, las luces: reflectores que asaltaban ojos y piel, pendientes de arneses y rieles, sostenidos por trípodes, derribados en el suelo a merced de un pisotón casual o malintencionado. Polvo en cada centímetro: apeñuscado por los rincones; extendido por los muros como salpullido; descendiendo cansinamente en los haces de luz; colándose por la nariz y arañando la garganta con uñas insufribles.

El lugar lo dominaba él. Se llamaba Roberto y le decían el Animal. Era chaparro, forzudo y renco. No es que fuera enano, me llegaría a la quijada, pero yo tenía dieciséis años entonces y me evadía, como de costumbre, del sopor de las clases matinales, mientras que él había cumplido veintisiete y no levantaba metro y medio del suelo.

El Animal necesitaba un chango que disparara la cámara y allí estaba yo, a punto de devenir mico proficiente.

El sueldo que me ofreció no era pésimo, si consideramos que la ley vedaba que se le diera trabajo a un menor (sin prestación alguna ni seguridad social ni horarios fijos, aunque miles en el país lo aceptaran, de hecho, y murieran calcinados, despellejados o descuartizados en horarios laborales sin que sus patrones mandaran ni una coronita de flores al sepelio) y que la faena podría haber sido consumada decorosamente, como ya se ha indicado, por cualquier antropoide viviente. Todo se limitaba a pulsar el disparador cuando el Animal dijera “ya”.

—Le pedí a una amiga que hiciera el trabajo. Pero a su madre le preocupa que un cochino como yo la seduzca. No la dejó.

Rascó sus testículos, para dejar claro que el temor no resultaba hipotético, y escupió en un rincón. A esa costumbre se debía que, allí en donde sus esputos aterrizaban, prosperara una sustancia membranosa que se exaltaba en charcos y manchones y que habría que retirar, en algún término futuro, con espátula y mohín de asco.

—Es por los bronquios. Siempre toso —ésa era la explicación.

La alternativa era volverse a la biología, el despeje de ecuaciones, los rudimentos del civismo contemporáneo. Sentarme en un banquito de madera y ser un chango me convenía más. El Animal entregó el disparador como quien cede a un extranjero las llaves de la ciudad. Caminó a tumbos hacia el escenario y comenzó a manipular los engendros de plastilina: una muñequita pálida y unas galletas.

—¿Sabes dibujar?

Confesé que no, que apenas sabía manchar los muros con pintura en aerosol; que, a veces, lo hacía ayudado por una plantilla para dar sentido a mis borrones. El Animal quiso verlo y le expliqué brevemente, unas rayas en el cuaderno de física, cómo fabricar un esténcil y llevarlo a un muro. Ni el proceso ni el resultado le interesaron a juzgar por sus bostezos.

—¿Has escrito algo?

—No.

—¿Lees algo?

—Algo.

—Eres el auxiliar que merezco.

Ni firmamos un contrato ni nos estrechamos las manos. Pasé a ser su esbirro y permanecí en ese puesto, salvo por algunos malos instantes, durante años.

Nadie tiene la obligación de saber cómo se hace la animación

en plastilina ahora que es una reliquia, desplazada al asilo de las técnicas obsoletas por la animación computarizada.

El Animal era la mayor estrella de la plastilina y el caucho en la ciudad, lo que poco tiempo después equivaldría a ser el último artesano de la goma de chicle del planeta. No hay misterio en el arte que practicaba: se elaboran muñecos y escenarios, se retratan, se les mueve, se les vuelve a retratar.

Luego se edita de forma que aparenten movimiento y se intenta cobrarle a algún bendito por el resultado.

El Animal no dejaba pasar un minuto sin vanagloriarse de sus relaciones carnales con toda clase de agencias de publicidad y recitaba su currículo a cada tictac de reloj, quizá para imponer respeto o quizá porque a él mismo le parecía deslumbrante: había elaborado, tic, en poco más de cinco años, tac, avisos para la Feria del Libro, tic, una marca de sopas instantáneas, tac, una firma de rotuladores, tic, y hasta para la cámara de cultivadores de plátano del país, tac.

(El aviso de los plátanos, a consecuencia de la candidez o mala leche del productor, resultó de una obscenidad tan pasmosa que nunca llegó a ser transmitido y tampoco se pagó, lo que vendría a ser el primero de los incontables líos del Animal con la cobranza; el mensaje, por cierto, consistía en una serie de labios femeninos que succionaban plátanos a medio pelar, mientras un locutor declamaba ad nauseam las bondades del fruto: “Rico, nutritivo, sabroso y llenador; rico, nutritivo, sabroso y llenador; rico, nutritivo, sabroso y…”.)

Lo que nos proponíamos filmar aquel día, el primero de mis labores de esbirro, era un comercial televisivo para Galletas Moniní: una muñequita de falsa harina bailaba tap y entonaba una cancioncilla en compañía de pastas variopintas. La letra de la copla rezaba: “Date gusto… Moniní… dales gusto… Moniní… dame gusto… Moniní… ¡Ay, qué gusto… Moniní!”.

Un hombre sensato habría citado en aquel momento al productor y exigido seguridades, o, al menos, dejado constancia de sus reparos ante el cliente. El Animal sólo escupió otra masa carnosa al rincón, se limpió las comisuras con la hoja (espantosamente arrugada) del guión visual y regresó al trabajo.

—Que le dé gusto por el culo, si quiere. Lo mismo le voy a cobrar un millón.

Sentía un placer voraz, lo fui sabiendo, al vocalizar la frase “un millón”. Quizá por ello su costumbre de afirmar lo siguiente que se le vino a la boca:

—Carajo. Si me dieran un millón, haría la mejor película de la historia.

Nadie iba a extenderle un cheque por la cantidad solicitada, así que resultaba imposible acreditarle falsedad. Yo le creí con la fe que suele concederse, en la adolescencia, a las historias de los tipos mayores.

Y quizá eso explique lo que pasó: el Animal narraba peripecias demenciales y yo las creía y repetía. No me pareció extraño, por tanto, que comenzaran a ocurrirme a mí. Dejé de frecuentar las tierras que todos conocemos y entré, sin saberlo, al mundo fantasma.

Conocí al Animal meses antes.

Una mañana, mi hermano informó que había invitado a comer a un amigo de la Universidad, un tipo mayor que estudiaba por pasatiempo. Mi madre, que cada día se largaba al trabajo apenas terminaba de cocinar, dejó un plato más en la mesa y se evaporó. Dejó un plato extra, sí, pero la ración guisada era la misma y cuando el invitado apareció hubo necesidad de incautarse la comida de mi hermano y gran parte de la que me habría tocado a mí para que tuviera viandas suficientes que llevarse al buche. Comimos papas fritas y bebimos leche de vainilla mientras él tosía y escupía, se atascaba la carne con frijoles y se lamentaba de que estuviera demasiado salada como para resultar aceptable. No se piense, sin embargo, que el Animal era un miserable. A media tarde le volvió el apetito y pidió pizza para todos. Su segunda venida, como dicen que será la del Cristo, resultaría menos amistosa.

Antes de estudiar literatura, mi hermano había sido alumno cabal y muchacho prudente. Semanas después de matricularse en la universidad era un borracho de tiempo completo, amistado con toda clase de tipos peludos que habían decidido ser artistas: sujetos que entonces parecían brillantísimos y que, a la postre, demostrarían haber nacido con talentos apenas equivalentes a los de sus padres —panaderos, abogados, comerciantes—. Pero a esos peludos, a todos los peludos, les había sido deparado envejecer infectados por una desesperación del tipo “ustedes no saben lo trascendental para el espíritu que pude ser” que jamás afligirá a ningún panadero. Tal matiz los dotaba de una melancolía que paliaban abandonándose al alcohol, la promiscuidad y los químicos. Así sucedía durante un tiempo, al menos, antes de que se entregaran, como el resto de los mortales, al salario mínimo y la seguridad social.

No había viernes por la noche que mi hermano pasara en casa. Con el puritanismo (o envidia) de mi adolescencia, hervía de indignación cada vez que aparecía, apestoso a alcohol y recién vomitado, sólo para que el alivio de mi madre al encontrárselo vivo la llevara a declarar clausurados los trabajos del congreso nacional de su histeria y perdonarlo. Lo sentaba a la cabecera de la mesa, le servía chilaquiles y café y procuraba sonsacarle alguna verdad de entre la maleza de invenciones con que justificaba sus andanzas.

Una mañana de sábado tardó demasiado como para merecer benevolencia: mi madre, enardecida, se marchó a buscarlo por hospitales y comisarías. Apareció cerca del mediodía, acompañado por el Animal, saboreándose ambos los chilaquiles y el café. Se mostraron contrariados por no encontrarlos servidos.

—Mamá te va a matar. Está en los hospitales, buscándote —dije con mi mejor tono chismoso y pendejo.

—Pues a ver qué muerto se encuentra —farfulló el Animal, que se había echado en un sillón y paseaba la vista por los escotes abiertos de los libreros—. Acá leen pura mierda, ¿eh? —agregó con gentileza.

Mi hermano intervino para defender los títulos increpados y pronto se enzarzaron en un debate estético que me pareció de altísimo nivel y que seguramente fue una bobada. Pero más importante que el altercado fue que el Animal, de improviso, agachó la cabeza en un ángulo chocante (se notaba desde entonces la rigidez de la espalda) y lanzó la zarpa en pos de algo que entrevió en la segunda fila y que solamente yo sabía que se encontraba allí.

—Memorial de Alta Magia —leyó—. Esta mierda sí la leo. Mi hermano respondió con una de las mejores muecas de desconcierto que le he visto a nadie en la cara desde los tiempos en que los romanos prendieron al Cristo, lo sometieron a una sesión de interrogatorios judiciales científicos y terminaron por dejarlo clavadito a un palo.

Mi padre nos había abandonado sin legarnos más que una serie de cajones enmohecidos. Reposaban en ellos decenas de volúmenes sobre materias magníficas: ocultismo, quiromancia, tarotismo, sexo tántrico, liberalismo económico. Durante años reputé a mi padre como un iluminado, capaz lo mismo de adivinar el futuro financiero del país que de arrojar llamas por las fosas nasales si se encontraba en peligro.

Tristemente, no sólo era incapaz de ello, sino que jamás le habría pasado tal cosa por su cabezota: el lote de libros le fue cedido en prenda de una deuda que no llegó a ser saldada.



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