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Atando cabos | Denise Maerker

Salir de vacaciones

Realizó sus estudios profesionales en Ciencias Económicas y Sociales en la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica, la Maestría en Cienci ...

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Miércoles 20 de julio de 2011

“¿Y qué? ¿Este año no vamos a la playa...?”. Esa fue la pregunta que desató la discusión en la hasta entonces apacible comida familiar. En la familia, desde siempre, salir de vacaciones significa ir al mar y no a cualquier mar, al Pacífico mexicano.

“A Acapulco no se puede ir”, dijo, de inmediato y categórico, uno de mis hermanos. Y no porque la carretera sea peligrosa, que sí es peligrosa, ni siquiera porque ya no se puede salir de noche, sino porque no se puede vacacionar en un lugar donde sabes que se están matando a unas cuadras y que una mañana cualquiera amanecen puentes con cabezas colgadas.

Silencio.

“¿Y Zihuatanejo?”, preguntó tímido mi sobrino. “¿Y cómo llegamos hasta allá?”, preguntó otro de los comensales. “Ni modo de irnos en caravana, recuerden que la última vez en Michoacán un joven nos aconsejó que no nos fuéramos siguiendo muy de cerca porque alguien se podía confundir. Y ni hablar de ir en avión, es muy caro, somos muchos y luego cómo nos movemos allá”.

Lorenzo quiso abrir posibilidades: “Podemos irnos por Morelia, la carretera es increíble”.

—Ya se te olvidaron los retenes llegando a Lázaro Cárdenas y el ambiente que se respira— le respondió su mujer.

Muy a mi pesar y contrario a la posición que defendí en años anteriores intervine dando datos: “Ahora que mataron al joven arquitecto en Ixtapa me enteré de que van 59 ejecutados en la zona”.

—Bueno, pero nada más falta que tomemos la decisión con base en el número de ejecutados… —dijo irónica una de mis cuñadas.

—Pues no sería tan mala idea —me defendió mi hermana.

La conversación se fue muriendo y en los ojos de los niños se podía ver hacia dónde apuntaba el consenso: no iríamos al Pacífico y quién sabe si al mar porque las otras playas quedan lejos y no hay dónde dejar a los perros.

Se veía venir. Ya hace dos años cuando fuimos a las costas de Michoacán la gente se paseaba cargando el silencio que imponía la prudencia, como nos lo explicó una lugareña: “Ni una palabra sobre violencia o sobre ellos, nunca sabes quién te está escuchando”. Y a Oaxaca hace años dejamos de ir porque nuestros amigos nos alertaron sobre la llegada de Los Zetas o de presuntos zetas que estaban extorsionando en la zona y que secuestraron y mataron al dueño de un popular restaurante de Puerto Escondido.

Ayer me puse a hacer unas llamadas a la zona para retomar contacto con mexicanos y gringos que eligieron vivir en esas playas: retirados, músicos, artistas, ecologistas. La información fue descorazonadora: está peor, me dijeron todos. Algunos ya no están, cerraron sus casas y pierden dinero: “Ni modo de irte por la violencia y rentarle a unos incautos”, me dijo una amiga.

Calderón tiene razón cuando dice que las posibilidades de que maten a un turista son muy bajas. La mayoría de los muertos son gente vinculada de alguna manera con los grupos criminales. Pero, ¿se puede agarrar carretera pensando en los retenes? ¿se puede vacacionar en pueblos donde la gente tiene miedo? ¿jugar en las olas fingiendo que se ignora que a unos metros hay gente jugándose y perdiendo la vida?

Cuelgo con Susana, una mujer que ha trabajado durante años en hoteles y casas de la costa de Ixtapa a Troncones; me dijo que no va a trabajar en estos días porque le cayeron 37 familiares que viven en la sierra.

—¿Y por qué llegaron, Susana?

—Pues, ya ve... —me contestó.

Ahora a ver a dónde vamos.



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