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Economía Informal | Macario Schettino

El gran estancamiento

Macario Schettino se dedica al análisis de la realidad, en particular la de México, desde una perspectiva multidisciplinaria: social, políti ...

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Tyler Cowen es profesor de la George Mason University, en Washington, y entre otras cosas, coautor (con Alex Tabarrok, de la misma universidad) del muy buen blog “Marginal Revolution”

Jueves 10 de marzo de 2011

Ha publicado varios libros, y hace poco más de un mes (el 25 de enero), lanzó una especie de panfleto que sólo existe en versión electrónica. De ser impreso, me imagino que tendría cosa de 40 o 45 páginas. Se llama The Great Stagnation, y es una interpretación de lo que está enfrentando Estados Unidos, o para el caso, la economía mundial.

De acuerdo con Cowen, las épocas de gran crecimiento económico corresponden a momentos en los que se tiene acceso a “frutos bajitos”, plátanos o cerezas que se pueden recolectar sin mucho esfuerzo. Lo malo es que cuando estos frutos bajitos se acaban, los que quedan no son fáciles de alcanzar: las economías dejan de crecer.

En su opinión, Estados Unidos ha vivido tres épocas de frutos bajitos. Una, por buena parte del siglo XIX, cuando hubo grandes extensiones de tierra que se pudieron poner a producir (algo similar nos ocurrió a nosotros 100 años después, en esa época que llamamos milagro económico mexicano, en la posguerra). La segunda etapa correspondió al momento de cambio tecnológico de gran impacto de fines del siglo XIX, en particular, la llegada de la electricidad y del transporte. La tercera fuente de frutos bajitos fue la ampliación de la educación ocurrida durante la primera mitad del siglo XX.

Sin embargo, según Cowen, desde 1973 las grandes economías del mundo (las que solían serlo, al menos), han dejado de crecer: ya no hay tierra adicional (y aunque la hubiera, no genera mucho valor agregado), las invenciones e innovaciones no son transformadoras, sino simples extensiones de lo que ya teníamos, y la educación (se refiere a Estados Unidos) está estancada desde entonces.

La razón por la cual desde inicios de los años 70 las economías se comportan de manera distinta a los años previos no está clara aún. Hay varias explicaciones para ello. Desde la izquierda (en general), la explicación es el abandono del sistema de Bretton Woods (que inició en 1971, y de manera definitiva desde 1973), y el ascenso del neoliberalismo. Desde la derecha, la explicación es el gran crecimiento del Estado en esa época de Bretton Woods, que se convirtió en un lastre del que no hemos podido deshacernos.

Pero cuando uno entra a los detalles, el asunto es todavía peor. Ni siquiera está claro que haya un estancamiento permanente desde 1973. Lo hay, dice Cowen, en el ingreso mediano en Estados Unidos (el ingreso de la familia que está exactamente a la mitad de la distribución), aunque no en la economía en su conjunto. Esto ocurre porque los más ricos, en Estados Unidos, han multiplicado su riqueza de forma explosiva en estos 40 años. Las razones de fondo tampoco están claras.

En este mismo periodo, los ingresos de las personas que no estudian universidad en Estados Unidos se han contraído, pero no los de aquellos que sí logran obtener educación superior. Es más, la diferencia entre estos grupos ha crecido, de forma que no hay explicación “económica” de por qué no hay más jóvenes en Estados Unidos que entren a la universidad. Cowen deja, al paso, una explicación: es que a duras penas pueden leer y escribir al terminar el bachillerato. ¿Le suena?

Uno puede pensar que Cowen se arriesga demasiado al publicar un ensayo sobre un tema tan polémico en un libro tan pequeño. Pero lo mismo ocurriría si, en lugar de 40 páginas, hubiese utilizado 400, y en lugar de dos gráficas, un centenar de ellas. La interpretación de que detrás del gran estancamiento está una reducción en las innovaciones (en su carácter transformador), no es tan fácil de sostener. De hecho, en varios artículos demasiado técnicos para compartirle aquí, una interpretación alternativa es precisamente la contraria: vivimos una época parecida en cantidad y calidad de innovaciones a la de fines del siglo XIX, y precisamente por ello hay un fenómeno de mayor rendimiento a la educación, como ocurrió entonces.

En cualquier caso, vale la pena leer el ensayo de Cowen, que en sí mismo es una muestra de innovación: como le comentaba, sólo existe en versión electrónica, a un precio muy reducido (4 dólares), explotando una forma de comercialización que no existía hace unos cuantos meses.

Y vale la pena también porque necesitamos entender los cambios estructurales vividos a partir de inicios de los 70. Es relevante porque la crisis de 2009 resucitó el debate, y por eso keynesianos y monetaristas ofrecen soluciones opuestas en este mismo momento.

Dos elementos para terminar. Primero, Cowen le dedica una parte relevante de su texto a comentar ciertos servicios de los que no podemos saber si aportan o no a la producción de riqueza: gobierno, educación y salud. Si usted recuerda, la semana pasada, cuando hablamos de El Poder de la Productividad, de William Lewis, precisamente esos sectores fueron dejados de lado, porque no se puede evaluar su productividad adecuadamente. Dicho de forma más clara: no podemos medir lo que producen. Cowen plantea una duda muy relevante: ¿Y si no están produciendo lo que creemos? Entonces hay una parte de lo que contabilizamos en el PIB que, la verdad, no existe. Un buen punto para pensar.

El otro elemento es precisamente la conclusión de Cowen: la solución a la falta de innovación está en elevar el estatus de los científicos. No necesariamente pagarles más, aunque no hay que olvidar la recompensa económica, sino reconocer su aportación a la sociedad como lo que es: la fuente del crecimiento y el bienestar. Pone como ejemplo a Norman Borlaug, que falleció el año pasado y que nadie recordó (aquí en Economía Informal sí nos acordamos de él). El padre de la Revolución Verde, el creador del trigo enano que hoy nos permite alimentar miles de millones de seres humanos, que murió sin el homenaje que merecía. Para que no nos pase como a la zorra, y acabemos diciendo que los frutos que no alcanzamos, al cabo que ni los queríamos, tal vez valga la pena seguir su consejo y hacer más atractiva la ciencia. En México, al menos, nos urge.



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