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Detrás de la Noticia | Ricardo Rocha

El oficio más antiguo

Ricardo Rocha ha sido redactor, reportero, corresponsal de guerra, productor y conductor de programas.

En 1977 cubrió por dos meses la ...

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Jueves 21 de mayo de 2009

No, no es el que usted está pensando. Que, por lo demás, puede ser ejercido con una gran dignidad y gracia. Así que, por favor, seamos más respetuosos con las meretrices.

La ocupación a que me refiero es la que tiene que ver con la mayoría de los que trabajan en el ámbito de la política. Cuyo sentido de la dignidad se desgasta día a día por la realmente más vieja de las profesiones: la prostitución política.

Así que ya va siendo hora de mandar al diablo la vieja tesis de que tuvo que ser una mujer —seguramente primitiva— la que se convirtió en la primera hetaira, al ofrecer sus favores a algún hombre de Neanderthal a cambio de un fruto o trozo de caza. Y qué tal si el primer acto de deshonra no fue por mera supervivencia. Qué tal si se trató de un acto de poder atendiendo a esa otra acepción que, sobre la prostitución, tiene el diccionario: “Buscar o vender uno su empleo, autoridad, etcétera, abusando bajamente de ello por interés o por adulación”.

Así que ya podemos desatar nuestra imaginación y suponer a una cavernícola pero también a un cavernícola ofreciendo sus servicios al jefe o jefa del clan por un mejor posicionamiento en la cueva o por alguna otra suerte de privilegio en la tribu. En pocas palabras: prostitución política.

Una socorrida vocación de la que hombres y mujeres dan cuenta por igual a lo largo de la historia. Como por ejemplo en aquellos días del loquísimo Nerón, cuyo arrepentido maestro Séneca sucumbió finalmente a las conjuras e intrigas de la corte a pesar de ser un dramaturgo genial y el filósofo que alumbraría el humanismo europeo.

Díganme si no en la mexicana realidad de nuestro tiempo tenemos innumerables ejemplos de un quehacer público absolutamente prostituido: por quienes han hecho de la mentira una forma de vida; por aquellos que venden sus ideales a cambio de privilegios temporales; por los que se corrompen a cambio de platos de lentejas; los que roban el patrimonio que es de todos; los que llegaron limpios y ahora se refocilan en el miasma compartido; los que, antes hermanos, ahora se arrojan las excrecencias unos a otros —y unas a otras y otras a unos— en una patética y cotidiana batalla campal sin escrúpulos y sin pudor alguno.

Ya no se trata de ver quién es inocente. Sino de quién es más culpable que el otro. Quién ha sido el más cobarde. Quién el más soberbio. Quién el más abyecto. Quién el más sucio. Quién el más frío. Quién el más oportunista. Quién el más inescrupuloso. Quién el del estómago más duro.

Hoy, los que nos gobiernan se cruzan tan tranquilamente acusaciones de narcotraficantes y asesinos. De rateros o abusivos en el mejor de los casos. Como si nadie pudiera reconocer mérito alguno en el otro. Como si ni el uno ni el otro tuvieran mérito alguno. Salvo los que ahora nos quieren vender en campañas que suponen que todos somos idiotas.

De la vergüenza pasamos a la indignación en un momento. Y un día después a la náusea. Y más tarde al hartazgo. Y luego, quién sabe, en una de esas al “¡que se vayan todos!”. ¿O no?



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