El salón del cielo y el infierno

Presentar a la sociedad una manera diferente de ver los barrios y la gente que habitó en ellos desde el siglo XIX hasta 1960 es el principal o ...
Domingo 12 de octubre de 2008
Al ritmo de “Naná” y “Nereidas”, se dice que el mismísimo señor de los infiernos estuvo involucrado en la creación del Salón México e imitando a su competidor, juntó a una Eva y un Adán (fichera y pachuco) para esparcir la semilla de una nueva raza de chilangos que todos los días probaban el fruto prohibido al ritmo del danzón.
De más está mencionar los datos históricos que libros, películas, canciones, poemas, obras teatrales y páginas de internet, nos cuentan de este sitio, apodado por don Ricardo Flores, uno de sus clientes de la vieja guardia, como el Olimpo de los antros en el DF.
Ángeles y demonios, gangsters y ficheras, vedettes e intelectuales, todos unidos bajo el influjo de este recinto que podía poner frente a frente a las parejas para arreglar sus asuntos metafísicos y existenciales al calor de la pista.
“Una vez que la música iniciaba, nadie podía resistirse a su hechizo a veces juguetón y otras tantas maligno. Muchos matrimonios salieron de ahí, al igual que historias de violencia y perdición”.
Al compás de la noche criolla los pecadores eximían sus culpas y los inocentes se buscaban algún infiernito al ritmo de la canción “Nereidas”. Personajes y vidas se iniciaron y consumieron entre los muros de este lugar donde, como era tradición, los deseos de cama hallaban un preámbulo y un alivio en el peligroso cachondeo vertical.
En un rincón, la cabaretera que escuchaba las promesas de un estudiante de medicina que deseaba retirarla de esa vida; por allá, el diputado que no escatimaba la compañía femenina a costa del erario... en otra mesa, la fichera veterana que contemplaba a las nueva y más allá el junior de bolsillo abultado, quien invertía su mesada en probar el calor de una lúbrica noche de infierno.
Nuestro lector, el señor Alberto Rodríguez, nos cuenta que ninguna película puede acercarse siquiera a lo que era una noche de viernes o sábado en este lugar a mediados de los 50, época en la que todas las clases sociales derribaban sus barreras para juntarse en este sitio a crear nuevos códigos de seducción.
“Si algo tenemos que agradecer al Salón México es el haber sido el intermediario para que tanto la élite del México posrevolucionario como los llamados “léperos”, arreglaran sus diferencias. De joven solía acudir con mis amigos en turba y más de una vez bailé con divas y aventureras, y otras con princesas”.
Don Braulio Segura, quien durante algunos años se desempeñó como mesero del lugar, recuerda que existían acuerdos con los dependientes de muchos hoteles y agencias de viajes para atraer a turistas cargados de dólares al lugar. Asegura que en la entrada había un encargado en reconocer a extranjeros para darles una mesa en un área atractiva.
“No puedo negarlo, era muy lucrativo trabajar en esos tiempos en el Salón México. Incluso pude hacerme de mi carrito Ford que todavía conservo y encero cada semana con cariño en honor a esos buenos tiempos. Para mí antros vienen y van, cabarets, bares, salones de baile, pero ninguno con la magia de este sitio predilecto de todos los capitalinos.
Lo cierto es que de los antros, el Salón México es uno de los pocos que no cuenta con recuerdos únicos sino colectivos. Al igual que la luna, sus anécdotas pertenecen a todos sus comensales, cual si estuvieran escritas en un pergamino público. Es el padrino, el mandamás, el jefe de jefes, el iniciador de modas, el testigo con miles de voces que en la historia de la urbe narran su historia de mil maneras distintas.


