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Bucareli | Jacobo Zabludovsky

Un año

Periodista y licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México. Inició sus actividades period ...

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Sentí miedo hace seis años y medio al reanudar, después de larga ausencia, un noticiero radiofónico, no obstante que es el periodismo de radio el que más disfruto, el que más me divierte en lo personal, el que considero más satisfactorio en el oficio

Lunes 17 de marzo de 2008

Un año

Lugar común: qué rápido se fue el tiempo. Volví con el temor de siempre cuando comienzo o reinicio algún trabajo profesional.

Sentí miedo hace seis años y medio al reanudar, después de larga ausencia, un noticiero radiofónico, no obstante que es el periodismo de radio el que más disfruto, el que más me divierte en lo personal, el que considero más satisfactorio en el oficio. Miedo al fracaso, a la indiferencia que es la forma más cruel del fracaso.

Sufrí más cuando acepté la generosa invitación de Juan Francisco Ealy Ortiz, generada por nuestra vieja amistad y de ninguna manera por la necesidad que su periódico tuviera de una columna tan deshilachada como esta. Fue la primera oferta cuando renuncié a Televisa el 30 de marzo de 2000. El tiempo acomodador de todo y la insistencia de mi amigo con el apoyo de su esposa venció la resistencia de la mía y volví al Bucareli de mis primeros pasos.

En el corto tramo que va de Morelos a Reforma, parte de un paseo virreinal que marcaba el límite poniente de la ciudad, estaba la gran mayoría de los periódicos de la ciudad. Toqué todas las puertas en busca de una oportunidad de escribir y publicar. Ninguna se abrió. Entré por una rendija a la revista Foto Guión, dirigida por León Wainer, donde firmé por primera vez con mi nombre una columna. Tiempo después llegué a El Redondel y mantuve durante unos ocho años mi entrega semanal “Antena”. Todo se hacía en dos minúsculos cuartos, en la esquina de Bucareli y Juárez, frente a El Caballito, arriba del Kikos y la librería Zaplana. En el de la entrada don Abraham Bitar atendía lo administrativo; en el otro don Alfonso de Icaza, todo de negro hasta los pies vestido, se encargaba de lo periodístico. Dueños y fundadores del semanario, se hablaron de usted toda la vida.

Trabajé en Claridades, llamado por Eulalio Ferrer, y la relación laboral devino en amistad profunda hasta el día de hoy. De esa esquina de Donato Guerra, caminé unos metros al diario Ovaciones, dirigido por Fernando González. El edificio ubicado con atónito acierto frente a la taquería El Popito, el café La Habana y la cantina Universal, estaba tan inclinado de nacimiento que para asombrar a las visitas dejábamos rodar los lápices en el suelo. El terremoto de 1985 fue un exceso, no se necesitaba tanto para su derrumbe. Ahí conocí a Carlos Estrada Lang, Héctor Lechuga y Abel Quezada, quien se casó con una de las guapas hijas de don Luis M. Rueda, funcionario de Novedades. La otra fue esposa de Alberto Isaac, dibujante de la Cadena García Valseca. Todo en Bucareli. Más tarde cuando lo dirigí, Ovaciones ya se había mudado a Santa Julia.

Hice dos planas diarias de fotos y texto en Cine Mundial, Bucareli 20, cuando era de Isaac Díaz Araiza. En ese edificio alquilé un cubículo que tuve varios años frente a La Mundial, donde escribí las frases compactas, con el mínimo de palabras, que se deslizaban en la cinta luminosa del noticiero electrónico de la glorieta de Insurgentes; los textos de El mundo en marcha, rollo de 10 minutos que se exhibía en unos 200 cines de la República, complicado por la necesidad de mantener el interés del contenido durante las cinco semanas desde su estreno hasta las salas del último circuito; los guiones del primer noticiero de la televisión en México, el de General Motors, cuando la televisión comenzó en 1950, y otros trabajos, los que cayeran, en una época que los miserables pagos obligaban a multiplicar el producto.

La Mundial merece párrafo aparte. Fue el club de los de a pié. Ágora de todas las críticas, parlamento popular, cambalache de informaciones, notas y boletines, guardería de adultos en espera del minuto anterior a la hora del cierre para correr a la redacción. Serafín el dueño, Serafín el mesero, se simplificaban las cosas. En algunos periódicos daban el cheque los sábados, día en que los bancos, en esa época, no abrían. Sin necesidad de consumo y sin descuento lo cambiaba el mero don Serafín.

Antes de que desaparecieran casa y negocio, tragados por Excelsior, Enrique Loubet desprendió de la marquesina el anuncio de La Mundial, me lo regaló y lo conservo como ejemplo de lo absurdo: una llanta de coche reproducida en cristal y plomo, de tamaño natural. Herencia del negocio anterior, respetada por la indiferencia de periodistas voceadores y borrachos esporádicos.

Los ricos del gremio no se rozaban con la gleba, tenían por el Paseo de la Reforma el Ambassadeurs, de Dalmau Costa, favorecido por los más famosos de Excelsior, que más tarde también lo absorbería, encabezados por don Rodrigo de Llano.

EL UNIVERSAL, en Bucareli 8, es el periódico más antiguo de la ciudad de México. Conocí a su fundador, don Félix F. Palavicini, culto, elocuente, fácilmente accesible en la XEX, donde, allá por 1948 transmitió un comentario nocturno. Vi llegar a EL UNIVERSAL, literalmente en ruinas, a Juan Francisco para enfrentarse a siete sindicatos, una competencia creciente, una maquinaria pasmada, una idea anacrónica, hasta hacer del periódico lo que hoy es.

Alguna Ariadna misteriosa me dio, hace 64 años, el hilo para caminar por Bucareli. Sumo con este 52 artículos, estoy donde cualquier periodista mexicano ambiciona estar. Y aún hay sol en las bardas, Sancho.



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