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Bucareli | Jacobo Zabludovsky

César Balsa

Periodista y licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México. Inició sus actividades period ...

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Casi nunca hay una hora exacta, día, mes o año que fije en el tiempo el origen del nudo entre dos amigos

Lunes 12 de noviembre de 2007

César Balsa

Rara vez se sabe el instante en que nace una amistad. No se registra con la precisión de los nacimientos o las muertes.

Casi nunca hay una hora exacta, día, mes o año que fije en el tiempo el origen del nudo entre dos amigos. Mucho menos guarda la memoria los motivos o razones que llevaron a dos desconocidos a unirse con un lazo de afecto distinto al familiar, erótico o romántico.

La amistad suele nacer de manera inesperada, en lugares insólitos, en circunstancias desconcertantes. Un perrito sirvió a Chejov para ligar a una dama con un caballero afortunado. No son necesarios más ejemplos cuando se recuerda la amistad de un hidalgo con locura de desfacedor de entuertos y su pobre vecino analfabeta habilitado de escudero. Hay mucho de misterio y de química en el encuentro de dos personas y una suerte de lotería cuando se convierte en amistad como interminable apretón de manos.

Nos conocimos en diciembre de 1954 cuando entré al Focolare. “Yo soy César Balsa, ¿me puede dar cinco minutos?”. Una sorpresa para mí, periodista principiante ante un hombre que labraba ya la leyenda de su vida. César había sido botones en el hotel Ritz de Barcelona y llegado peldaño a peldaño a la gerencia del Palace de Madrid. Allá lo encontró don Manuel Suárez, el rico influyente de la época, porque cada época tiene los suyos, y lo invitó a venir a México como capitán del Tampico Club.

Quebró por entonces un restaurante llamado La Venta de los Títeres en Paseo de la Reforma. César pidió un crédito al banquero Miki Feldman y compró muebles y cocina del negocio en remate, para establecer su restaurante, el Focolare, en la esquina de Niza y Hamburgo, piedra fundacional de la Zona Rosa. Cruzamos la calle hacia la vieja residencia porfiriana de Hamburgo y Amberes. En el jardín se construía una enorme concha de concreto. “Esto se lo debo a usted”, me dijo César mientras sacaba de la bolsa interior de su saco una página de El Redondel publicada cuatro meses antes. Era mi columna Antena, con mi caricatura gracias a la cual me identificó, fechada en La Habana, con la descripción del cabaret Tropicana y el nombre de su arquitecto: Borges.

Una sorpresa tras otra me tenía pasmado. “Cuando leí su artículo decidí contratar a Borges para que hiciera algo similar en México. Ubiqué su oficina. Llamé por teléfono. Estaba en un entierro. Llamé al día siguiente y le expliqué mi oferta. Usted debe estar loco, me dijo Borges, para contratarme sin ver mi obra, sin conocerme, sólo por un artículo periodístico. Tampoco conozco al autor del artículo, le dije. Entonces me dijo Borges: un loco como usted sólo puede entenderse con un loco como yo. Acepto, mándeme los planos. Yo mismo los llevé a La Habana”. Así nació el Jacaranda en el jardín y el Can Can en la vieja casa, y algo más importante, nuestra amistad.

Vendiendo sopita, era su respuesta al ¿cómo estás? de su clientela.

Su hotel Presidente en Acapulco fue el primero con mármoles y alfombras. La perla de su corona fue el Saint Regis de Nueva York, con Salvador Dalí de huésped permanente. Construyó el Presidente de la Zona Rosa y le prohibieron llamar Los Pinos al bar, era una irreverencia. Durante los 53 años de nuestra amistad no sé qué fue más, si el cariño o el respeto. Lo vi crecer sin abrirse paso a codazos, sin agresiones, ni ofensas. Fue uno de los grandes creadores de la infraestructura hotelera y de la industria restaurantera de México. Una de sus 35 empresas fue el hotel del Prado. Levantó en la castellana el más moderno hotel de Madrid, el Villa Magna. Creó la Cocina del Aire para líneas aéreas, se encargó de la alimentación de todas las delegaciones deportivas en la Olimpiada de 1968. Fue presidente de la Asociación Mexicana de Hoteles y Moteles que, años más tarde, instituyó y mantiene la Medalla al Mérito Profesional Turístico César Balsa para premiar a quienes destacan en su oficio.

Tuvieron un hijo, César, y seis hijas, Titi, Eta, la Nena, Mónica y dos que se quedaron en el camino, Mela y Mariela.

Olvidaba decir que fuimos socios en 1968. Decidimos para la Olimpiada Cultural, simultánea a la deportiva, abrir durante tres meses y cerrar, una tienda de pinturas, La Galería de la Zona Rosa. Montamos tres exposiciones, Siqueiros, Nieto y Tamayo, una por mes. Nos fue bien y repartimos. Me dijo César una frase, esencia de sabiduría práctica: “Las amistades no se prueban cuando se asocian sino cuando se desasocian”. La nuestra no necesitaba pruebas pero pasó la suya y se conservó hasta el jueves pasado.

En la madrugada hablaron de su casa y recibí el golpe antes de oír la voz. No quiso dejarse ver por nadie en su largo deterioro. El acta de defunción anota los últimos minutos del miércoles como la hora de su muerte. Falso. Había muerto tres años y cinco meses antes, el día en que murió Carmen, pero no se lo dijo a nadie. Nos dejó disfrutar un rato más de su presencia, aparentaba que estaba ante nosotros y mientras escribo lo veo encendiendo su puro, oigo chocar los hielos que movía con el dedo para enfriar el vodka y mantener la extraña costumbre sólo suya del medio tequila en vez de postre. Nunca excedido en el alcohol ni en la broma dudosa, impecable en su aspecto y en su trato, medido en el triunfo, paciente en la adversidad, así lo recordaré.

Me queda otro dedo inútil en la mano de contar amigos.



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