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La ciudad de ayer | Homero Bazán

‘El Tragabalas’ de la Bondojito

Presentar a la sociedad una manera diferente de ver los barrios y la gente que habitó en ellos desde el siglo XIX hasta 1960 es el principal o ...





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Se dice que gustaba de mostrar sus cicatrices, producto de las trifulcas callejeras, con el mismo orgullo que un marinero sus tatuajes

Domingo 08 de julio de 2007

Se dice que gustaba de mostrar sus cicatrices, producto de las trifulcas callejeras, con el mismo orgullo que un marinero sus tatuajes. Hacia finales de los años 30, muchos vecinos de la Bondojo lo señalaban como un pájaro de cuenta y un tipo de pocas pulgas. No obstante su fama no se debía a su gandallez sino a la suerte casi sobrenatural que lo cobijaba… su apodo lo decía todo: El Tragabalas.

Debido a que aquel sobrenombre caló hondo en el imaginario del barrio que lo vio nacer, su nombre y apellido quedaron sepultados en el tiempo, dotando a sus hazañas de la investidura de leyenda.

Borracho, parrandero y jugador, El Tragabalas era el estereotipo del compadre que daba su fama a los barrios bravos. Además era orgulloso, y a la hora de hacer valer su ley se ponía gallón hasta con gigantones, militares y gangsters.

Por si fuera poco, la leyenda urbana lo tacha además de imprudente, porque consideraba a las pistolas como armas de cobardes, y por ello cargaba con un tremendo puñal con el mango labrado para darle piquetes a todo el que osara subirle el tono.

Igual que un gato desperdicia sus muchas vidas en saltar de un tejado a otro, El Tragabalas solía buscar pleito en las pulquerías, hablar de política y religión enfrente de matones malencarados y hasta de hacer señas obscenas a todo aquel que le ganara en la baraja.

Su primer encontronazo con la muerte lo tuvo una noche afuera de un antro, tras hacerse de palabras con un otrora militante de las huestes de Pancho Villa.

Cuentan que al sacar su cuchillito, el ex revolucionario soltó la carcajada, y con la misma practicidad que Indiana Jones, sacó la tartamuda y le propinó tres plomazos.

Al Tragabalas se le dio por muerto. Pero más de uno se persignó y más de un teporochito se atragantó con el tlachicotón, cuando pasadas unas semanas retornó a la barra de la pulquería, un poco rengo y con algunos vendajes, pero vivito y coleando.

Casi un año después, El Tragabalas demostró que las enseñanzas del pasado le venían guangos; o mejor dicho, que se las pasaba por el arco de triunfo.

Durante una animada jamaica en la que hubo comida, baile y alcohol al por mayor, se le ocurrió robarle un beso a la hija del temido prestamista del barrio, quien herido en lo más hondo de su orgullo de padre y de cabeza de barrio, decretó ni tardo ni perezoso el pasaporte al más allá de aquel impertinente.

cinco balazos recibió en esta ocasión el susodicho y la noticia corrió a lo largo y ancho de la Bondojo. La frase “Se lo buscó”, fue el veredicto de la mayoría de los colonos, quienes fieles a sus creencias católicas completaban con un tibio “descanse en paz”.

Pero no contaban con que El Tragabalas aparecería meses después caminando como si nada por la avenida principal del barrio. Más flaco y amarillo, y con una cojera más acentuada… pero vivito y coleando.

Se dice que hasta el párroco se convenció de que el fulano tenía un pacto con el señor de los infiernos, protector de las crápulas, las malas hierbas y los bastardos sin bautizo.

En adelante, las madres jalaban a sus hijos pequeños y los cubrían con el rebozo cada vez que se topaban con El Tragabalas en alguna esquina.

Así pasaron más años, hasta que un buen día, un irónico cupido flechó al Tragabalas y a una planchadora (sin albur). Entre ambos se desbordó la pasión y terminaron matrimoniados por la iglesia. Se dice que el recinto estuvo a reventar por el morbo de los vecinos que acudieron a ver a aquel diablo reformado.

Pero poco les duró el gusto, porque a la vuelta de dos años la comezón de la infidelidad hizo presa de aquel chango sin salvación. Una guapa mantequera fue la causante de que “el señor de los plomos” le pusiera tremenda cornamenta a su cónyuge.

Pero la susodicha no se quedaría con los brazos cruzados. Una noche interceptó al borracho Tragabalas saliendo tambaleante de la vecindad de la mantequera. Con el viejo revolver de su padre militar decidió vengar su orgullo herido, añadiendo seis balazos más al historial de aquel méndigo.

Hay leyendas que terminan en tragedia, pero cosa rara, la del Tragabalas no es una de ellas. Tras una estancia en un hospital católico, se le volvió a ver. Ahora encanecido, más flaco que un perro faldero y completamente cojo de un pie… pero vivito y coleando

En adelante, con el apoyo de una muleta de segunda mano, se dedicó, cual cliché urbano, a la venta de billetes de lotería. Un día decidió quedarse con una serie… y cual no sería su sorpresa cuando a la mañana siguiente se enteró que le había pegado, no al gordo, pero si a un premio lo suficientemente generoso como para pasar tranquilo el resto de sus días.

El Tragabalas, quien según los vecinos más antiguos de aquel barrio, respondía al nombre de Juan Cresencio Monterde (dato que actualmente este columnista verifica en los registros públicos) murió tranquilo y viejo a mediados de la década de los 60 en una casa de Tacubaya. Solía presumir “Soy toro de pellejo de cuero y con más cicatrices que una capirotada… balazos tengo, pero nunca una estocada”. ciudadeayer@gmail.com



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