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Bucareli | Jacobo Zabludovsky

La fiesta de la imaginación

Periodista y licenciado en Derecho por la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional Autónoma de México. Inició sus actividades period ...

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    Lunes 26 de marzo de 2007

    La fiesta de la imaginación

    “La sangre del espíritu es mi lengua y mi patria es allí donde resuene soberano mi verbo”. La frase es de Miguel de Unamuno y la patria a la que se refiere es la de todos los que hablamos español, representados en esta fiesta por personajes del más alto nivel. Reyes, presidentes, dirigentes y miembros de las 22 academias de la lengua, escritores, periodistas y estudiantes.

    El sitio es Cartagena de Indias, frente al mar de los caribes que conserva la plaza de compraventa de esclavos y las fortalezas de los piratas y las huellas de filibusteros, galeotes y libertarios. Ningún lugar más acertado para recoger durante las próximas horas todo el misterio de la creación literaria de un escritor que sólo pudo haberse dado ahí, en nuestro mediterráneo de reunión y mestizaje, donde la sangre de indios, blancos y negros produjo otra cosa, esa magia del universo creado para nacer, vivir y morir en las páginas de los libros. Lugar de privilegio y día para la historia. La fiesta de la inteligencia y de la imaginación. Nunca un escritor había merecido una prueba tan unánime de cariño y respeto. Es la retribución por su entrega absoluta a un oficio ejercido de manera excepcional.

    En 1971 Pablo Neruda, embajador de Chile en Francia, obtuvo el premio Nobel y nos dio cita para participar en una rueda de prensa. Esa mañana del otoño parisino Sara y yo entramos a una zapatería cualquiera del barrio latino y encontramos a Mercedes y Gabriel García Márquez. Nuestra amistad había comenzado cuatro años antes cuando Cien años de soledad fue como un relámpago permanente en todos los rincones del mundo. El encuentro nos llenó de tanta alegría que no sentimos la distancia del más próximo café.

    Ellos cenarían esa noche con Neruda. Antes de terminar el primer tinto hice un pronóstico: “El próximo Premio Nobel de Literatura para un escritor en español serás tú, Gabriel”.

    Once años después llegué a la casa de García Márquez en el Pedregal de San Ángel. Como a las cuatro de la mañana me habían avisado de la redacción que García Márquez era Premio Nobel. Después de más de una hora de marcar su teléfono, ocupado, decidí felicitarlos en persona. Mercedes me abrió la puerta, nos abrazamos, nos reímos y compartimos el júbilo de la noticia.

    “Tú nos lo dijiste en París, ¿te acuerdas? Y yo estaba tan segura de que lo iba a ganar algún día, que les dije sí, y cuando lo gane ustedes nos acompañarán a Estocolmo”. Eso último no lo recordaba. Pensé que el vino pudo haberme causado cierta amnesia, pero el trato quedó sellado: “Por supuesto, iremos con ustedes”.

    Una helada mañana de diciembre del 82 desayunábamos en el hotel de Estocolmo cuyo nombre no recuerdo. Ya estaba con nosotros mi hija Diana. “Acompáñennos” dijeron los García Márquez. La noche anterior tuvimos asientos celestiales en el teatro rectangular donde el rey le entregó los testimonios de su galardón al colombiano, elegantísimo en su liqui liqui. Lo que no sabíamos era que detrás del decorado teatral, oficiales y funcionarios despojaron a Gabriel de lo que el rey había puesto en sus manos. Lo de la víspera era la realidad ficticia y ahora era la realidad real. “Vamos a la Fundación del Nobel”, dijo Gabriel. Ahí, en un cuarto cerrado, el presidente de la Fundación, ante notario y mediante firmas de recibido, devolvió lo que horas antes sólo le habían dado a probar: el diploma que en el caso de los escritores lleva una cenefa en la que algún artista cada año distinto recrea los personajes de los libros del recipiente. Le preguntaron si el dinero lo quería en dólares (casi un millón) o en otra divisa, en cheque o en un depósito directo en el banco.

    “Falta esto”, dijo el funcionario. Le entregó a Gabriel un estuche de satín negro. El silencio se hizo denso cuando en su interior de terciopelo y seda apareció la medalla. Apenas siete centímetros de diámetro por cinco milímetros de canto. Las miradas coincidieron en el perfil de Alfred Nobel relevado en el disco patinado mate. Pasó de mano en mano. La cara oculta tenía una alegoría mitológica, una musa con arpa y un escribano concentrado en su trabajo, era la escena sobre una inscripción sencilla: bajo el G. García Márquez la fecha MCMLXXXII, entre dos abreviaturas: ACAD. y SUEC. Este era el sueño de todos los sueños de todos los escritores de todo el siglo. “Y esta es la réplica”, dijo el hombre, “y se vende”. “La compro”, dijo Mercedes. El estuche era, es, igual al otro. “Está hecha en el mismo troquel”, dijo el funcionario. “Es para ustedes, Sarita y Jacobo”, dijo Mercedes. Desde hace 25 años la guardamos cerca.

    García Márquez, a diferencia de otros premiados que al recibir el honor cancelaron su producción o disminuyeron cantidad y calidad, nos viene dando desde 1982 otra obra tan valiosa como la anterior, incluida la primera parte de sus memorias y pronto la segunda. Hoy, cuando se le rinde el más grande homenaje desde el 82, con la autoridad que me da el acierto probado de mis pronósticos, me aventuro a hacer uno nuevo: Gabriel García Márquez puede ser el primer Nobel de Literatura que lo obtenga por segunda vez. Las reglas no lo prohíben. Sería una magnífica oportunidad de acompañarlos otra vez a Estocolmo para duplicar mi colección de réplicas del Nobel.



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