Las macabras fotos de los muertos

Presentar a la sociedad una manera diferente de ver los barrios y la gente que habitó en ellos desde el siglo XIX hasta 1960 es el principal o ...
Curiosamente ...
Domingo 11 de septiembre de 2005
Para esos desconsolados por la pérdida de un ser querido, existió en nuestra ciudad durante el siglo XIX, un consuelo que les permitía retener, al menos en imagen, al difunto, y recordarlo con una veladora en ocasiones especiales.
Curiosamente son pocos los libros de crónicas históricas que mencionan la macabra modalidad de las fotos fúnebres, mismas que con la llegada a la capital de los primeros aparatos fotográficos, comenzaron a ser solicitadas clandestinamente por muchas personas de los barrios que vivían un doloroso duelo.
Desde los elegantes afrancesados de las casonas de alcurnia de la colonia El Paseo, hasta esas familias humildes que lloraban a su muertito en alguna lejana vivienda de los terrenos de la Viña, todos estaban dispuestos a pagar un bono extra al fotógrafo, para que inmortalizara en una placa al familiar que se les había adelantado.
En esos tiempos, cuando capturar imágenes con luz y emulsión era una práctica misteriosa, que parecía exclusiva de los iniciados de una secta, y en que una sola fotografía pasaba de mano en mano en los tianguis levantando exclamaciones, cual si se contemplara la octava maravilla del mundo, no tardaron en aparecer las habladurías que tachaban a las imágenes fúnebres de actos de brujería o satanismo, que atentaban contra las buenas costumbres católicas.
Hacia el final del siglo XIX, algunos párrocos comenzaron a incluir en sus sermones la advertencia sobre esas prácticas que se inclinaban más hacia la herejía, y que parecían cuestionar la fe en la vida eterna, por aquello de conservar la imagen terrenal de los que ya habían partido.
Aquella mala fama sólo provocó que subieran los honorarios de los fotógrafos que estuvieran dispuestos a realizar aquellos trabajos.
Por supuesto, había que cuidarse y saber escoger a los clientes, porque con el alebreste "catolimocho" se corría el riesgo de que algún fanático llegara a preguntar por el servicio, y terminara sacando la fusca para vengar a sus huestes.
Con el atraso que en esos tiempos vivía la medicina y con las enfermedades infecciosas y diarreicas azotando constantemente a la población, tristemente un gran número de solicitantes de fotos fúnebres eran los padres de niños fallecidos por falta de tratamientos adecuados.
Tal como puede contemplarse en la trágica fotografía que hoy presentamos (captada en 1870 por el fotógrafo J. Rodrigo), en la que aparece un soldado con su pequeño hijo fallecido, a la hora de conservar el recuerdo de aquellos angelitos que habían partido, los devastados progenitores hacían caso omiso de las costumbres religiosas o de las advertencias morales, y poco antes de la triste despedida en el velatorio, se posaban junto con su vástago frente a la lente para ganarle al menos una partida a Dios y al tiempo.
Muchos se preguntan la razón por la que se han conservado tan pocas fotografías fúnebres del periodo del siglo XIX. Una explicación bastante lógica nos la dio el buen don Antonio Moreno, un veterano de los avatares de nuestra historia urbana que suele visitar los cafés de Álvaro Obregón.
El susodicho afirma que dado el "riesgo moral" que significaba solicitar una foto fúnebre, sólo los familiares de más alta estima eran dignos de tal honor. Cuando la impresión era entregada al dolido, éste la conservaba en un marco por muchos años y no era raro que en el ocaso de su vida pidiera como una de sus últimas voluntades ser enterrado junto con su más preciada imagen.
Con el tiempo, cuando el arte fotográfico comenzó a perder ese velo de misterio y se integró como una parte común de la vida en la ciudad, las fotos fúnebres se extinguieron de forma tan repentina como surgieron.
Quizá por ello, en esta época en la que los códigos visuales de los capitalinos han cambiado por completo y en cada esquina se ofrecen cámaras desechables, digitales y de video para conservar el recuerdo de los seres queridos, nos resulte oscura y macabra esa olvidada época cuando los que lloraban de luto retrataba a sus muertos; sin embargo, bien lo saben quienes han perdido a un ser querido, la necesidad de retener algo de la esencia de aquel que ya emprendió el más misterioso de los viajes, continúa siendo, aún en la época de la cibernética y la fibra óptica, la misma de entonces.
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