Lunes 20 de octubre de 2003
El debate actual de las reformas estructurales parece olvidar el pasado y no reconocer lo que sucede en el resto del mundo. Así, la electricidad, siendo una más de nuestras redes críticas, está siendo rehén del dogma y la sinrazón
Primera parteres No es casual que el cambio estructural que México ha vivido desde hace ya varios años en la modernización de la mayoría de sus redes críticas se ubique en un contexto de viraje mundial hacia la promoción de la inversión privada y la competencia en áreas que, otrora, se consideraban de la injerencia única del Estado. Ello se ha experimentado a la par de otra serie de transformaciones que, auténticamente, han cambiado el rostro del país. Vaya, la creación de las instituciones y procesos vinculados con los temas electorales, ambientales, de derechos humanos, de competencia económica y de política fiscal y monetaria se acompañan y complementan ahora entre sí y de manera irreversible.
Uno de los grandes temas que emergieron cuando aparecen por vez primera las discusiones públicas en relación con los procesos de cambio estructural en áreas críticas fue el de la soberanía. Es éste un término tan utilizado como ignorado en sus verdaderos alcances. Más aún, la soberanía presenta matices importantes en el contexto global aún sin alterar su esencia. Es decir, la integración de los países en mercados comunes y la suscripción de convenciones internacionales en diversas materias suponen dos cosas: una, que los estados ceden algo de sí en aras de un beneficio compartido y más amplio; y, dos, que no obstante la existencia de esos procesos propios del derecho internacional, la potestad de hacer y decidir en cuanto al régimen interno corresponde a las instituciones y a las leyes de cada país.
Todos los procesos de apertura a la inversión privada y a la competencia, aun con sus matices y con la visión propia de cada Estado, comparten más o menos los mismos principios. Ningún país ha renunciado a decidir el tipo de instituciones regulatorias que le han de servir en la conducción de la nueva economía ni, tampoco, han abdicado a la adecuación y aplicación de sus marcos legales para la existencia y operación de las empresas que tengan por objeto el uso, aprovechamiento y explotación de las redes y áreas críticas.
En nuestro país la base de todo el andamiaje económico, desde su perspectiva estrictamente legal, está previsto en los artículos 25 al 28 de la Constitución. Es, dentro de ese marco legal que tenemos un régimen ya elevado a rango de auténtica política de Estado que comprende la economía mixta, la rectoría del Estado, la distinción entre áreas estratégicas y prioritarias y la posibilidad de otorgar concesiones a particulares para el uso, aprovechamiento y explotación de bienes del dominio de la federación y de servicios públicos.
Ese mismo régimen jurídico es el que prohíbe los monopolios y las prácticas monopólicas aunque, de manera por demás artificial, señala las que, según la propia Constitución, no deben considerarse como monopolios en las llamadas áreas estratégicas a cargo del Estado. Ahí estuvieron, alguna vez, los ferrocarriles y la comunicación vía satélite cuyas actividades fueron reclasificadas en 1995 para pasar a considerarse como prioritarias del desarrollo nacional y susceptibles de ser operadas por particulares.
Sin embargo, continúan en ese cuarto párrafo del 28 constitucional áreas como los telégrafos y la radiotelegrafía. Ahí se les considera aún como estratégicas y exclusivas del Estado con exclusión absoluta de la participación de los particulares. ¿Alguien podría considerar, en su sano juicio, que esas dos actividades son comparables con el petróleo, la petroquímica básica, la energía nuclear o la electricidad? Es más. ¿Alguien sabe qué se entiende en la actualidad por radiotelegrafía? Hoy el país se enfrasca en un nuevo debate relacionado con una más de sus redes críticas. La reforma eléctrica ha rebasado ya la sana discusión pública para entrar a un peligroso terreno en el que prolifera la desinformación acompañada de la irresponsabilidad en el mensaje mediático de quienes, a ultranza, se oponen siquiera a revisar con mesura y objetividad las propuestas que están sobre la mesa.
Cierto es que la electricidad, como tal, es mucho más que un insumo. Es parte del sistema nervioso de la nación, como también lo son las telecomunicaciones. Éstas en su momento tuvieron su propio debate y sus propias decisiones en cuanto a política pública. Ya recordaremos cómo fue y lo armonizaremos con el tema de la reforma eléctrica. Lo cierto es que se trata de un sector abierto completamente a la inversión privada y a la competencia, que implicó un cambio constitucional y que ha traído cosas buenas al país sin perder un ápice de soberanía.
Al ordenar la discusión en torno a la reforma eléctrica, no hay que perder de vista que lo importante no son los medios sino los objetivos. Empezar el debate negándose a reformar la constitución es no entender que el propósito se centra en la seguridad jurídica para el inversionista, para el usuario y para el gobierno y que para eso se requiere de instrumentos idóneos. Y anteponer dogmas ideológicos ante la imperiosa necesidad de tomar las decisiones de largo plazo para el país parece más bien, como lo dijo el expresidente Felipe González, una coraza que pretende ocultar la falta de ideas.
* Presidente del Instituto del Derecho de las Telecomunicaciones .
javierlozano@jlamx.com