Martes 21 de diciembre de 1999
Hace algunas décadas, los adolescentes santiaguinos aún sin las comodidades de la televisión y de algunos distractores íbamos bastante al cine. En mi comuna de Ñuñua (especie de colonia Condesa si comparamos con el Distrito Federal), las funciones ?populares? eran los viernes en la tarde y por una muy discreta suma de dinero, podríamos ver hasta tres películas seguidas, con cortos y noticiarios intercalados entre uno y otro. Casi nunca faltaba en la tarde una cinta norteamericana de corte musical. Recuerdo que en los años 50 poco antes de que termináramos la secundaria, era frecuente encontrarse con la presencia tecnicolor de dos cantantes más o menos de la misma edad, parecidos de música y que rivalizaban por el primer lugar de la taquilla. Uno era Benk Crosby, comediante bueno para los papeles románticos, con una voz grave y aterciopelada. El otro el Frank Sinatra, que alternaba el canto con actuaciones de buena cepa, según se mostró en películas como el hombre del brazo de oro o de aquí a la eternidad, que nada tienen de musicales. Andando el tiempo, la imagen de Crosby se fue extinguiendo, mientras que la de Sinatra llegó a ocupar el escenario completo, confundiéndose incluso con el soberbio apodo de ?La voz?, fina, la única.
Si damos un salto hacia la narrativa de Estados Unidos, podemos observar un fenómeno parecido. Hoy en día se habla bastante, en corrillos, foros universitarios y también en los medios de comunicación, de Hemingway, Faulker y hasta Fitzqerald.
Pero hay otros novelistas de la época que nos deslumbraron con un brillo potente y de los que ahora se escucha y lee poco. Pienso por ejemplo, en John Dos Passos, que nos enseñó dramáticamente la ciudad de Nueva York en su Manhattan Transfer; en Erkine Cadwell, que a mi generación le dio lecciones ?Anti retórica? en sus estremecedores cuentos (el tiempo no ha borrado la huella que me dejaron ?postrado ante el sol naciente? y ?un cuchillo para cortar el pan de centeno?) o en su novela El camino del tabaco donde narra las peripecias a que se ven sometidos los ?Los blancos pobres? del aristocrático sur; en las encantadoras narraciones (?El joven del trapecio volante?) y dramas breves (?Mi corazón está en Escocia?) de William Saroya, autor también de una novela cuyo impacto no se borra de mi memoria, un tal Rock Wagram ; pienso en la intensidad caótica y desbordante con que nos aprisiona Tomas Wolf en el tiempo y el río en la pasión y la denuncia brutal que ejerce de la explosión John Steibeck, especialmente en las uvas de la ira y pienso también en otros escritores que bien no dejaron una obra tan voluminosa como los citados, tienen textos muy difíciles de olvidar: Ring Lardner, Damon Runnyon, además de los autores de las novelas cuyos protagonistas interpretó Sinatra y que cito más arriba, Nelson Algren y James Jones.
El tiempo va decantando, dicen. Es probable que Hemingway, Faulkner se establezcan ya como clásicos, pero creo que cada uno de los autores que he mencionado merece una relectura, y merece sin dudas, que los conozcan las nuevas generaciones porque no solo de clásicos...