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Estrictamente personal | Raymundo Riva Palacio



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Miércoles 28 de noviembre de 2001


Crimen de Estado


La Comisión Nacional de Derechos Humanos está recibiendo diversas críticas por los resultados de su informe sobre la guerra sucia. Doña Rosario Ibarra, icono en la larga lucha por desentrañar los años más siniestros de la historia contemporánea de México, ha descalificado el informe porque, primero, no le dicen si su hijo Jesús, desaparecido en 1976, vive o está muerto, y segundo, porque una buena parte de las conclusiones, argumenta, son las mismas a las que habían llegado años antes los diferentes organismos que no han cejado en exigir justicia, como Eureka, que ella fundó. No le falta la razón particular, pero el valor del informe se encuentra en otro estadio: es la primera vez que un organismo público autónomo reconoce y señala violaciones a los derechos humanos cometidos por personas al servicio de la seguridad del Estado. En palabras llanas, es la primera vez, desde que se inició esta lucha hace 30 años, que oficialmente se admite que hubo un crimen de Estado. No hay que desdeñar el informe. La guerra sucia en México es una llaga por donde aún sangra México. Fueron muchos años durante los cuales el Estado mexicano utilizó la violencia en forma ilegal e ilegítima, violó las garantías individuales de cientos de personas y aniquiló toda posibilidad de respeto a los derechos humanos. Es un larguísimo túnel oscuro que cruzó los gobiernos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid, y alcanzó los primeros meses de Carlos Salinas. Se dice rápido, pero fueron seis gobiernos, con diferentes grados de responsabilidad histórica, cierto, pero con cuentas pendientes que rendir a la nación. Tampoco hay que quitar valor al documento, no sólo porque salió adelante por encima de la cerrazón en diferentes áreas de gobierno para proporcionar información como el Ejército, cuyos expedientes nunca se abrieron y de las amenazas de muerte que recibieron visitadores y funcionarios del organismo, sino porque lejos de ser el punto de llegada, es la puerta de entrada al conocimiento público de lo que fueron esos años, pues las actuaciones de la CNDH valen jurídicamente para que se integre la denuncia penal.

El presidente de la CNDH, José Luis Soberanes, le entregó el martes al presidente Vicente Fox 180 mil fojas de la investigación que realizó el organismo durante 22 meses, en donde aparecen apenas decenas de nombres de aquellas personas que participaron más intensamente en la guerra sucia mediante detenciones ilegales, torturas y, en algunos casos, ejecuciones. En lo alto de las personas señaladas se encuentran personajes históricos de las cañerías del viejo sistema político mexicano, como Fernando Gutiérrez Barrios, quien murió hace poco más de un año, Miguel Nazar Haro, quien se dedica a actividades privadas de investigación, el capitán retirado Luis de la Barreda paradójicamente, padre del ex ombudsman del Distrito Federal, y los generales Arturo Acosta Chaparro y Humberto Quirós Hermosillo, hoy en la cárcel acusados de participar en actividades del narcotráfico. Otros nombres, que aunque famosos no se les había vinculado directamente con la guerra sucia, son los del también desaparecido ex jefe de la policía capitalina Arturo Durazo Moreno, Francisco Sahagún Baca que vive apaciblemente en Morelia y goza del parentesco con algunos miembros de la élite gobernante actual, los temidos ex jefes policiales Jesús Miyazawa y Salomón Tanús, los ex comandantes de la Dirección Federal de Seguridad que dirigieron Gutiérrez Barrios y Nazar Haro Alberto Estrella, Juventino Prado, Raúl Carmona hoy presos por el asesinato del periodista Manuel Buendía y Fabián Carlos Reyes Domínguez, y los ex jefes del Grupo Jaguar, Sergio Villanueva y Dámaso Tostado.

Son nombres, en su mayoría, que a lo largo de los años fueron denunciados en la prensa como responsables en la guerra sucia y contra los cuales nunca se procedió porque nunca se abrieron investigaciones que determinaran responsabilidades. Era lógico. Ellos recibían órdenes y, como lo demuestra el informe de la CNDH, era el Estado y no los cuerpos de seguridad que no actuaban en forma autónoma, el responsable máximo de las violaciones a los derechos humanos. La historia puede comenzar a corregirse ahora. Soberanes recomendó al presidente Fox la creación de una fiscalía especial que investigue los casos documentados e integre las averiguaciones por los casos cometidos, y le entregó un sobre sellado donde se encuentran un par de decenas de los violadores más conspicuos. La fiscalía especial es la solución contra el argumento jurídico de que, en caso de que resultaran responsables, los delitos hayan prescrito. También sería justo para aquellos que son hoy indiciados, no porque se les quite o reduzca responsabilidad finalmente, hasta los soldados tienen la justificación ética de negarse a recibir órdenes cuando éstas se encuentren fuera de la ley o más allá del referente castrense, sino porque no puede recaer en ellos todo el peso de la culpa. La integración de averiguaciones previas permitiría llamar a declarar a quienes se encuentren vivos y comenzar a desentrañar cuál era la línea de mando.

En el voluminoso expediente de la CNDH, por algunos casos que se han podido revisar públicamente, no se establece la línea de mando, ni se aclara quiénes dieron las órdenes para que se procediera de una u otra manera. El director de la Federal de Seguridad en 1974, por citar el año más cruel de la guerra sucia, no actuaba solo. Dependía del secretario de Gobernación (en ese entonces Mario Moya Palencia), quien trabajaba en coordinación, por las tareas que desempeñaban los cuerpos de seguridad en la guerra sucia, con el procurador general de la República (el ya muerto Óscar Flores Sánchez), y el secretario de la Defensa (el también muerto Hermenegildo Cuenca Díaz). Todos ellos tendrían que haber sabido lo que hacían sus subalternos, como también deberían de haber mantenido informado al presidente (Luis Echeverría). A través de las declaraciones se puede ir construyendo cómo operó la maquinaria y las razones de la calidad de violencia que emplearon, como por ejemplo deslindar si la guerra sucia en 1974 y 75 tiene que ver con acciones de represalia por el secuestro del ex suegro de Echeverría, o si el repunte de la guerra sucia en 1977 está asociado con la reacción de López Portillo por el intento de secuestro de su hermana Margarita en 1976. Es muy importante aclarar aspectos que puedan parecer anecdóticos, pues también ayudaría a aclarar si la guerra sucia tuvo siempre como raciocinio la seguridad del Estado, o si se dieron casos donde el interés particular fue suficiente para cometer todas las atrocidades registradas.

Para efectos de nación, es altamente saludable que ventilemos en público los años de la guerra sucia y que paguen, jurídicamente, los responsables, sin importar hasta qué alto llegue la línea de mando. Pero no será suficiente. El Estado, hoy encabezado por el presidente Fox, tiene que resarcir a las familias de las víctimas de la guerra sucia, como lo planteó Soberanes, en forma económica y de garantía para la educación de sus hijos, por señalar un par de rutas, no como una forma de arrepentimiento ni complejo de culpa, sino como un mínimo reconocimiento del Estado de que las violaciones a los derechos humanos nunca debieron haberse producido. Y para adelante, y para la colectividad, el informe debe tener, como otra plataforma de salida, que el presidente Fox envíe lo antes posible al Congreso una iniciativa de ley que reglamente a las corporaciones y a las instancias que se manejan en el ámbito de la seguridad nacional, y que en lo futuro, mientras se realiza el aprendizaje sobre el respeto a los derechos humanos y las garantías individuales, se introduzca un instrumento legal inhibitorio donde le quede claro a todo aquél que intente violentarlo que el costo, político y legal, no lo podrá pagar.



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