aviso-oportuno.com.mx

Suscríbase por internet o llame al 5237-0800




Un lago en el cielo

El río Muskoka desciende desde el Algonquin Parks y corre hacia el suroeste hasta las bahías de Ontario

Hay una broma muy común que se hace entre los canadienses: ‘si no has hecho el amor en una canoa, es que no has amado’. (Foto: Pedro Mera / EL UNIVERSAL )

Domingo 24 de octubre de 2010 Jessica Servín | El Universal
Comenta la Nota

ONTARIO, Can.— Perdidos. No sabemos si ir hacia la derecha o a la izquierda. Si tomar la 401 o la 506 para viajar por  carretera al territorio silencioso de Muskoka. “¡Shh, shh, it's oh so quiet!”, repetía Björk por la radio y el GPS nos confundía con su constante aviso de “recalculando”, por una voz sexy y de tono español que desesperaba.

“Hay que parar”, gritamos al unísono para aplicar la de “preguntando se llega a Roma”, o cual Dorita, para encontrar el camino amarillo.

Paramos en una tienda de venta de neumáticos. Jonathan y Alex, quienes atienden, sin miramientos y ante el “lost” como repuesta, nos dibujan un mapa y reprograman el GPS. “Van lejos, son como unas dos horas”, dice uno de ellos, y asentimos con la cabeza mientras nos miramos reflexivos. “Eso es lo de menos, en la ciudad de México dos horas es como ir a Santa Fe”.

Huntsvill es el primer pueblito que tenemos que conocer antes de ir a Algonquin Parks, así lo marca nuestro itinerario y lo  hacemos. Parecemos canadienses; llegamos puntuales. 

Jonathan y Alex  son nuestros primeros amigos. Esa es nuestra bienvenida a la provincia de Ontario.

Escala técnica

Pinos, cedros y maples. También cientos, por decir pocos, de inuks, esas figuritas hechas de piedra sobre piedra,  cuya historia tiene más de 4 mil años, cuando antiguos esquimales los apostaban como señales de orientación para otros caminantes. Son de diferentes tamaños y colores, se pierden entre los abedules y los autos. Dan ganas de detenerse y levantar uno propio.

“Es ahí”, le digo a Pedro, mi compañero de viaje.    Estamos en Weber’s Grill, huele a carne y papas fritas. Su estructura está hecha de vagones de trenes antiguos y desde afuera se puede ver como un chef y sus ayudantes  cocinar casi al ritmo de una orquesta. Son las mejores hamburguesas de carretera.

La fila de personas hambrientas lo confirma y nosotros hacemos lo propio: “una con queso y papás”. Pagamos tres dólares más impuestos y mientras avanza la “cola”, The Beatles ameniza con Hey Jude.

Las señales de precaución para no atropellar a ciervos o conejos en la carrera   aumentan  al aproximarnos a la ciudad de Huntsville.

Desde este momento no dejamos de observar casitas de madera color pastel, edificadas sobre el traslúcido lago Muskoka, al que no se sabe si mirar directamente o no, aquí el cielo no sólo está en las alturas.

Permanecemos unos minutos frente al regalo de Muskoka donde no hacen falta   edificios de cristal. Toda vanidad es desterrada,   no hay nada que compita contra este  paisaje de calendario.
Tras unos árboles se esconde un hombre. Está sentado en un  banco y moja con delicadeza un pincel de madera que revuelve en su paleta de colores.  Se le ve concentrado y sonríe sin distraerse ante el click sorpresivo de la cámara fotográfica.

“¿Siempre vienes aquí?”,   le pregunto y me mira de reojo: “Tom, mi nombre es  Tom. Sólo vengo cuando hay sol, porque es cuando el amarillo alcanza todos los tonos posibles”, dice. 

Dickens se queda corto

Salimos desde Toronto a las nueve de la mañana para llegar a Algonquin Park (www.algonquinpark.on.ca) alrededor de las 13 horas.

Debemos encontrar el hotel Arowhon Pines Resort (www.arowhonpinesresort.ca) donde nos quedaremos dos noches. El GPS no nos ayuda mucho para localizarlo ya que el lugar está dentro del parque y nunca encontrarás una señalización que indique: “Aquí está  Arowhon Pines”.

Es mejor idea parar en el Centro de Visitantes de Algonquin y pedir un mapa donde se especifica que en el kilómetro 15  hay que  doblar a la izquierda, ahí está el hotel.

Nos recibe Mary,  custodiada por dos san bernardos. Mary es la nieta de la dueña original de la propiedad, abierta hace más de 70 años.

Atravesamos un lobby como extraído de un cuento de Dickens donde ya   nos espera la hija de Mary que nos ofrece un té de manzana y galletas de nuez. “Durante todo el día pueden venir a tomar café, té o galletas”.

Arowhon está entre el bosque y el lago de Muskoka. Desde aquí puedes ir en canoa  o en kayak para conocer parte del parque, también tienen sauna y sala de juegos donde está la televisión, ya que no hay en ninguna de las cabañas.

Para avisar que nos han servido la cena, una campanita llama a todos los huéspedes a las 18:30 horas.

Comienza a llover y la temperatura desciende. Tanto en el restaurante como en las habitaciones hay chimenea y calefacción.

En la mesa nos colocan una banderita de México y así, sucesivamente vemos las de Japón, Estados Unidos, Canadá  y Alemania.

Si quieres tomar vino o cerveza durante la cena, deberás comprarlo antes, aquí no se ofrecen bebidas alcohólicas. Hay barra de ensaladas, quesos y hasta guacamole para comer todo el que quieras. Luego puedes pedir el plato fuerte, ya sea hurón a la parrilla con papas o pollo caramelizado. De postre: helado con bombones, ensalada de frutas y  pastel de chocolate.

El viento golpea en las puertas. Hay silencios y velas que caminan solas en la penumbra del bosque. Mañana viajaremos en canoa.

Lanzamos una moneda al aire y pierdo: “Te toca ir, ni modo”, me dice Pedro. Salgo y buscó a Mary. Necesitamos llenar nuestro requerimiento de lunch para el viaje de mañana, si no lo hacemos nos quedaremos sin comer.

No veo nada, camino un poco adivinando el paso o es mi conciencia que no me deja en paz.
La luz del lobby está encendida, la hija de Mary, Antoniet, me recibe con: “es tiempo de calabazas”, no entiendo por qué lo dice y me apresuro a llenar la papeleta, tacho las órdenes de galletas, leche, sándwiches de carne y verduras, té, agua, café y fresas.

Antoniet me da una lámpara y un termo con infusión de tila, me desea buenas noches. Salgo y es todo lo que recuerdo al día siguiente.

Tras la canoa

Buscamos a Bob, quien desde  niño sabe remar en ellas.

Habla español: “Soy como Roberto Carlos, pero no canto”, dice, y nos hace una seña con la mano para que lo sigamos. Estamos en Algonquin Outfitters (www.algonquinoutfitters.com), expertos en viajes en canoa y en campamentos dentro del bosque.

Bob explica que la mayoría de los canadienses o de los que viven en Ontario saben remar. “Una de éstas cuesta  2 mil 500 dólares (canadienses) pero te dura toda la vida”. Está hecha de fibra de vidrio para que puedas transportarla en los  hombros.

Nos colocamos los chalecos y el impermeable. Viajamos hasta una caída de agua donde vemos ardillas y aves. La lluvia inicia y tenemos que volver.

“Creo que no va a parar hasta mañana”, dice Bob, quien para calentarnos nos ofrece cidra caliente. Bob aprendió español en la escuela donde da clases, él es maestro de inglés en Toronto y,  como muchos, sólo viene a trabajar al parque por temporadas.

“Aquí tenemos hasta comida precocida o lista para hacerse con sólo encender una fogata. Por acampar tres días cobramos 500 dólares, pero incluye todo”, es decir  alimentos y equipo.

“¿Ya probaron el café de maple?”, pregunta y le respondemos que no. Nos recomienda que vayamos al Café 7 Main en Huntsville.

“Hay una broma muy común que se hace  entre los canadienses: ‘si no has hecho el amor en una canoa, es que no has amado’”, dice Bob, para  justificar el por qué es tan común esta actividad.

Reímos y nos mantenemos así hasta el final del día. Luego de un buen café de maple, también degustamos uno con calabaza, el tributo norteamericano a la fiesta que está por venir, la noche de Halloween. www.ontariotravel.net



Comenta la Nota.
PUBLICIDAD