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Tiene tumbao

Uno puede sentirse extranjero, pero nunca un extraño. Quien deja Cuba nunca se aleja del todo; parte llevándose consigo los paisajes, aromas, colores y sonidos, como una huella en el recuerdo
Domingo 19 de septiembre de 2010 Viridiana Ramírez | El Universal
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LA HABANA. — Los rayos del sol me consumían, pero quise sentir el calor en la planta de mis pies. Me quité las chancletas y caminé por “el gran sofá”. Los cubanos así bautizaron al famoso muro del malecón (1) porque ahí se pasa la gente sentada de día y de noche. Es un paseo de concreto que divide un bulevar de seis carriles y al Atlántico de aguas a menudo revoltosas.

Siempre está atestado y, pocas veces, se ven las mismas caras. Hay adolescentes musculosos  ejercitándose y parejas que lo ocupan como pista para trotar, Músicos con trombones, trompetas y violines tocan el día entero para conseguir algunas propinas de los turistas. Son más comunes  los que tocan la guitarra y cantan o recitan poesías a cambio de algunas monedas, como Ulises Alfonso, de 37 años.

Día y noche se ven familias nadando y refrescándose en las pozas debajo del murallón. Los  jóvenes se lanzan desde allí hasta las aguas. “En el malecón relajas tu mente. Ves los carros por allí y las mujeres por acá; es como estar mirando un partido de ping pong”, me platicaba m ientras observaba los ‘coco taxis’, motocicletas encerradasen una estructura ovalada de techo amarillo.

Aquí los hombres se pueden pasar horas echándoles piropos a las mujeres. “Las cubanas ni te  hacen caso. Hay que hacer un esfuerzo. Si no, ni siquiera te m i ra n ”. Ulises elogió a algunas  chicas equiparándolas a sirenas terrestres, pero las homenajeadas ni le prestaron atención. ‘‘¿Ves? No es fácil”, dijo.

Recuerdos entre mojitos

Seguí mi camino. Ulises me recomendó visitar el Museo del Ron (2). Sobre la avenida del Puerto,  y dentro de una casona del siglo XVIII, está el santuario donde los visitantes se inician en los misterios y secretos de esta bebida de caña. La exposición permanente reproduce con fidelidad el proceso de elaboración y el arte del oro blanco: el cultivo del grano, su paso por las centrales  azucareras, la fermentación, destilación, filtración, añejamiento y mezcla. La duración del recorrido es de aproximadamente 20 minutos, más una degustación de diferentes tipos de ron.

Si  hay tiempo hay que tomarse una copita en el bar. Con suerte se escuchará la voz de Celia interpretando  Guajira Guantanamera. ¿Típico?, si, ¿Lleno de gente?, también. Es La Bodeguita del Medio (3), el local más típico de La Habana Vieja y donde se degusta bien la comida criolla.  En mi primera visita a La Habana era imprescindible entrar en la original Bodeguita, donde, aseguran, nació el mojito.

Para el viajero que ya conoce alguna sucursal en México, no le sorprenderán las paredes, por  dentro y por fuera, pintarrajeadas de firmas y comentarios. Es tradición que la celebridad o el  turista común y corriente plasme su autógrafo en los muros. Yo no escribí nada, sólo me acomodé en la barra, pedí un mojito y un plato de moros y cristianos.

Los granitos de azúcar  se disolvían en mi lengua. Con el agitador picaba las hojas de la   hierbabuena para que su sabor estallara dentro del vaso con ron blanco y refresco de limón. El primer mojito se consumió en 20 minutos; el segundo en sólo dos canciones: Yolanda y La Negra Tomasa.

Cerca del local, frente a la catedral, se extiende una plazuela entre las calles San Ignacio y  Empedrado, con restaurantes y mesas al aire libre. La gente también busca una terraza para disfrutar del viento y de la atmósfera encantadora y decadente de La Habana. Olía a humedad mezclada con tabaco y café.

Pura bulla. En el mercado de artesanías (4) se mezclan las voces de los vendedores
con la del gringo, el brasileño, el español, el canadiense y hasta del mexicano que preguntan los  precios de una playera con la cara impresa del Che o de una caja con habanos Cohiba.

Cuba no es un país de mucha tradición artesanal, debido a la extinción de la población indígena  en los primeros momentos de la colonización española, pero al menos encontramos el recuerdito para quedar bien con los conocidos: tambores, maracas, tazas elaboradas con cáscara de coco  y óleos.

Sabores y aromas


La temperatura y la humedad no bajaban ni un poco, ese día el ambiente estaba a 36 grados.  Ese fue el pretexto para caminar rumbo a La Rampa, una de las avenidas principales donde se instalaron  los helados Coppelia (5). El postre se lleva  mis halagos, son buenísimos. Lo único
que me desagrada es ver como los cubanos, para comprar una bola de esos helados, deben hacer enormes filas en un local apartado.

Ellos no pueden comprar en el quisco externo como lo hacemos todos los turistas. Pido uno de fresa y un adolescente prefiere el de chocolate. Inmediatamente recuerdo la primera película  cubana que compitiera por un Oscar como mejor largometraje extranjero: Fresa y Chocolate. Esos helados tomaron fama a raíz de que David, uno de los protagonistas, dijera que esos  postres son “lo único bueno que hacen en este país”.

No sólo los helados son buenos, también el café. En Baratillo, esquina con Obispo, está La Casa  del Café (6). Acababan de moler unos granos. Mi ropa y hasta el cabello se impregnaron  del aroma. Salivé por una taza. No tuve que salirme del local para fumarme un habanito (hasta en el aeropuerto lo hice).

Respiré tranquilidad. Entre canciones  de Pablo Milanés y Compay Segundo fui relajando el  cuerpo. Sentía como la temperatura se me regulaba poco a poco. La gente que suele visitar el  lugar rebasa los 40 años. Esos granos recién molidos me despertaron y con ello “cargué pila” para seguir mi camino. Abandoné el localito de apenas cinco mesas y me fui al Capitolio (7), no  sin antes llevarme unos saquitos de café.

Entre monumentos

La puerta de un Ford verde de los años 50 se abrió. Los ojos marrones y la  sonrisa blanca me impactaron. La piel de color chocolate le brillaba. Había alguien más en el auto. Una chica que iba a ver a su novio. Lo entendí después de medio minuto: el taxi era  colectivo. Antes de subir arreglé la tarifa con el chofer.

En las escalinatas del Capitolio, edificio monumental de estilo arquitectónico ecléctico y considerado como uno de los seis palacios de  mayor relevancia a nivel mundial por haberse construido en sólo tres años, hay turistas tratando  de perpetuar la imagen con sus cámaras. Esperan a que pase una calandria o uno  de esos autos clásicos azules, verdes, amarillos o rojos.

Para atractivo de los visitantes se realizan paseos en autos Chevrolet convertibles de los años 60. Yo prefiero apreciar a pie el obelisco. La cúpula se asemeja a la Basílica de San Pedro en Roma. Un local me dijo que era el segundo punto más alto de La Habana, superado sólo por el monumento a José Martí, en la Plaza de la Revolución.

Era tarde y no pude entrar para contemplar sus jardines y esculturas que sólo pude ver en una  postal que compré para un amigo. Antes de tomarme la foto del recuerdo me dieron otro dato: El  Capitolio es el punto que marca el kilómetro cero de las carreteras cubanas.

La tarde llegó. Regresé a mi cuarto de hotel para alistarme y salir a bailar. En el trayecto, y eso porque se  asoma por una colina frente al mar, pasé por el famoso Hotel Nacional de Cuba (8). Imposible no ver su fachada blanca en donde se mezcla el art déco y el neoclásico. En sus camas durmieron  celebridades como Winston Churchill, Frank Sinatra, Maria Félix, Jorge Negrete, Alexander Fleming y muchos otros.

Hay que tener buen presupuesto, una noche en sus habitaciones cuesta 3 mil 222 pesos  mexicanos, claro que ya va incluido el lujo de tener secadora de pelo y caja fuerte. En otros  hoteles estos accesorios básicos tienen costo extra.

Noche de candela

Era el momento de conocer la otra cara de La Habana. Los noctámbulos ya andaban por las calles. El calor seguía aferrado al ambiente y aumentaba en los cuerpos perfectos de cubanos y cubanas  caminando en el malecón.

El jolgorio estaba en la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña (9), un antiguo complejo militar,  ahora parque y museo. Había que llegar un poco antes de las nueve de la noche. El espectáculo no incluía  ron, son o salsa. Soldados comenzaron a desfilar por el fuerte. Se disparó un cañón
-–que hizo saltar a muchos– como se hacía todos los días durante el siglo XVIII, señal de que las  puertas de la ciudad tenían que cerrarse.

La fortaleza es la más grande de América y es fácil encontrarla porque se encuentra en la parte elevada del lado oriental de la entrada al puerto. Después de ser testigos de una tradición
diaria nos perfilamos hacia la calle  aliano, caminamos 20 minutos para  dar con La Casa de la  Música (10).


Un escenario con luces de neón rojas donde tocan orquestas. Una pista a media luz para bailar.  Ya había parejas moviendo sus cuerpos al ritmo de la salsa, el son y la guaracha. Mesas con  botellas de ron y refresco de cola. Me serví la primera “cuba”. Mis acompañantes sacaban sin remordimiento los tabacos e iban en busca de pareja para bailar. Lo reconozco algunos cobraban por canción.

Para hacerte aprendiz de baile sólo era necesario pasar por el pasillo que divide la pista de baile  con la barra del bar, y aceptar la invitación. Ellos no trabajan para el local, son cubanos comunes  y corrientes que no sólo van en busca de fiesta sino también de unas monedas.

No había cuota fija, más bien era de cooperación voluntaria, con 2 CUC (30 pesos) era suficiente. Dí mi cooperación para contagiarme de ese “sabor” que tienen los cubanos al bailar, para  aprender a sentir el ritmo de las maracas acompañadas por las percusiones y las trompetas,  también para dar vueltas sin golpear o pisar los pies. Los cuerpos se pegaban, entre más cerca y más despacito se mueva uno,  se ve más sensual. Con algunos hay que poner límites para que las manos  no pasen de la cintura. Sí, es inevitable que susurren al oído palabras “cachondas”.

La fiesta terminó a las seis  de la mañana. Al día siguiente no pude ni cargar la maleta. Me dolía  todo el  cuerpo pero lo bailada, y cachondeada, nadie me lo quita”. 



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