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Jamaica: ningún problema

Atractivos y contradicciones en una isla de célebre mística natural y también de resorts todo incluido, similares a los de casi todo el Caribe

Es un lugar que invita al descanso. (Foto: La Nación/GDA )

Jueves 12 de noviembre de 2009 La Nación/GDA | El Universal00:07
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A esta altura, el nombre Jamaica se asocia casi inevitablemente con la figura de Bob Marley, el reggae, los rastas, sus rituales y los colores que los identifican: colorado, verde y amarillo. Pero nada de esto es demasiado evidente al aterrizar en el aeropuerto internacional de Sangster, el más grande del país, sobre la costa noroeste de la isla.

Allí, al pasar el trámite de Migraciones, el comité de bienvenida es más bien una serie de representantes de los hoteles más importantes, que invitan a los huéspedes (reales o potenciales) con un trago, una copa de champagne o simplemente un agua mineral, para apaciguar los casi 40°C que se sienten a la sombra en esta isla tropical bañada por el Caribe.

A pocos minutos del aeropuerto se encuentra Montego Bay, cuarta ciudad en población de la isla, con alrededor de 120 mil habitantes. Es, además, la capital de la llamada Jamerica, la Jamaica turística, la de los grandes resorts altamente frecuentados por viajeros norteamericanos. Alguno podría sospechar que el nombre Montego significa hotel en alguna lengua perdida; pero no, viene del castellano y su origen se debe a que en el pasado la zona era una gran productora de manteca.

El camino costero que lleva hasta el Iberostar Rose Hall, hotel de Montego Bay, está al pie de las Blue Mountains, cadena montañosa que domina la isla. Y da una buena oportunidad de observar, en las colinas que bajan al mar, grupos de casas humildes pero dignas, de madera y, ahora sí, pintadas con los infaltables tonos verdes, colorados y amarillos, con una galería característica que las protege de las lluvias.

El resort, en cambio, es cualquier cosa menos precario y se parece a sitios similares en otros destinos hiperturísticos: en la zona de Rose Hall, en una antigua plantación de azúcar, fue abierto hace poco más de un año y se destaca por sus dimensiones, cientos de habitaciones, una pileta del tamaño de un lago, discoteca, máquinas tragamonedas y demás amenidades.

Por la noche, en el auditorio se presenta un show que recorre la riquísima historia de la música jamaiquina. El elenco de bailarines arma números musicales, desde las danzas de los arahuacos y taínos (primeros habitantes de la isla, llegados a Jamaica entre el 1000 y el 400 a.C.) hasta danzas que recuerdan la dominación española, y ritmos de influencia africana en el siglo XX, como los internacionalmente conocidos ska y reggae. Cuando el público empieza a entrar en la vibración jamaiquina, los mismos artistas reaparecen para invitar a todo el mundo a pasar a la discoteca donde suenan, entre otros, Shakira y Madonna. Nada de Bob Marley ni de reggae.
Pileta y arena

Curiosamente, en estos resorts, que funcionan bajo la modalidad todo incluido, los turistas norteamericanos prefieren pasar el tiempo junto a las piletas antes que disfrutar de las playas. Lo cual deja largas extensiones de arena blanca frente a las cálidas aguas turquesa del mar Caribe para quien las sepa apreciar.

Estas playas, por cierto, son públicas. Sin embargo, de hecho están privatizadas por las decenas de resorts que se alinean sobre las costas de la isla. La mayoría tiene incluso rejas que impiden el paso de los lugareños y los vendedores ambulantes están prohibidos. Lo que no impide que algunos se las ingenien para ofrecer su mercancía, como Enoch, un rastafari de largos dreadlocks en el pelo que pasa en canoa a diez metros de la costa y ofrece collares de piedras de coral y caracoles, y máscaras de madera a 15 dólares. Una pareja de mieleros, acaso con cierto síndrome de abstinencia de shopping, no duda en comprarle algunos souvenirs. El cerrado patois (dialecto jamaiquino) de los rastas nunca es obstáculo para cerrar una transacción.

Enoch es una excepción. El panorama general es el mar y las reposeras casi desiertos, y la barra de la pileta, bien concurrida, y proveyendo cantidad de daiquiris y big bamboos (preparados con el excelente ron de la isla).

Pero no es cuestión de agotar el tiempo junto a una barra. Es mucho lo que se puede visitar en la región. Por ejemplo, la Rose Hall Great House, imponente mansión de piedra del siglo XVIII, que recuerda a Annie Palmer, dueña de una extensa plantación de azúcar que hizo desaparecer a tres de sus maridos y fue asesinada luego por uno de sus esclavos amantes. Ahí, una adolescente jamaiquina, vestida de época, con un turbante en la cabeza, recorre los ambientes de la casa, decorada con muebles franceses e ingleses, mientras relata la terrorífica historia de Palmer, aficionada a la brujería. Termina cantando sobre la bóveda donde la protagonista está enterrada, en el costado este del jardín.

A media hora de viaje en auto entre Montego Bay y Ocho Ríos está Discovery Bay, una bahía casi virgen y sitio imperdible para el adepto a la historia: allí llegó Cristóbal Colón, el descubridor de la isla, el 5 de mayo de 1494. Colón llamó a esta bahía Santa Gloria por la preciosa vista del lugar. No exageró.

En Ocho Ríos, a una hora de Montego Bay, espera la subida de las Dunn?s River Falls, cascada de aproximadamente 200 metros. Ascendemos con la guía de un lugareño de lo más simpático, que continuamente indica watch your step y repite yeah, mon, una de las expresiones más pronunciadas en la isla. Al terminar la excursión, el hombre nos sigue hasta la combi para recolectar la propina.

La visita a esta caída suele completarse con otra subida, pero a Mystic Mountain, cerro de 350 metros al que se llega en telesillas y desde el que se puede contemplar todo el litoral. En su cumbre se practican distintos deportes. Hay, por ejemplo, un circuito de canopy y otro de, sorpresa, ¡bobsled!, uno de los deportes más difíciles de imaginar en la frondosa selva jamaiquina, junto con el esquí y el snowboard...

Sí, un recorrido de un kilómetro en carros aerodinámicos individuales que andan sobre rieles a velocidades de entre 60 y 80 kilómetros por hora.

La atracción evoca aquella legendaria participación del equipo jamaiquino de bobsled en los Juegos Olímpicos de Calgary, en 1988, y las siguientes competencias internacionales en las que el país intervino con tanta repercusión que hasta se filmó una conocida comedia sobre el tema, Jamaica bajo cero.

Al terminar la bajada, Sisley, una amable guía rubia y blanca como la nieve, que domina bien el castellano, nos ofrece comprar una foto a 15 dólares, pero finalmente accede a enviárnosla por e-mail a cambio de que le saquemos una a ella.

Otra atracción bastante recurrente en Ocho Ríos es Dolphin Cove, donde se puede nadar con delfines y hasta ser lanzado a un metro y medio del agua por dos de ellos, con una sorprendente técnica.

¿Y el Trenchtown rock?

Al sur de la isla se encuentra Negril, otra de las ciudades importantes, no lejos de Kingston, la capital. Desde allí es recomendable hacer un típico paseo en el catamarán Cool Kat Kelly, una travesía de dos horas y media hacia el Este recorriendo la costa, amenizado con tragos y música de un DJ, hasta las playas de Seven Mile. La excursión navega junto a desfiladeros de 40 metros donde los lugareños se tiran clavados y unas cuevas que fueron refugio de piratas y que en la actualidad forman parte de un exclusivo hotel, y termina con la vista de la puesta de sol.

Los turistas ansiosos por escuchar algo de auténtico reggae en su lugar de origen o interiorizarse en la cultura rastafari probablemente se frustren un poco. Los guías y el personal de los hoteles recomiendan siempre no alejarse de los resorts ni de las combis. Ni hablar de movilizarse en transporte público. "Es peligroso", advierten a quien consulte sobre alguna forma de aproximación a la verdadera Jamaica.

Indefectiblemente, para conocer una isla acaso menos simpática, pero más real, habrá que salir de los resorts e internarse en alguno de los pueblos que se van sucediendo por la ruta costera.

En alguna de las muchas ferias de artesanías, por ejemplo, se consiguen buenas esculturas en madera, regateo de por medio. Los vendedores seguramente se abalanzarán sobre los turistas e intentarán venderles mucho más que sus trabajos, incluso pequeñas bolsitas con cierto producto que ya casi es un cliché jamaiquino. Lo cierto es que hasta para quien escapa del resort en busca de algo menos artificial, la experiencia puede llegar a ser particularmente contradictoria.

 

cvtp




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